La historia del teléfono rojo, el primer mensaje emitido y cómo salvó al mundo de una hecatombe nuclear

La historia del teléfono rojo, el primer mensaje emitido y cómo salvó al mundo de una hecatombe nuclear

Fue la crisis en Cuba la que hizo nacer al teléfono rojo, que era una línea de télex destinada, si era necesario, a que Kennedy y Khruschev “hablaran” en directo ante cualquier nueva urgencia (Getty Images)

 

Lo primero que transmitió no estaba destinado a evitar una guerra nuclear, que para eso había sido instalado; mucho menos iba a lograr el entendimiento entre el presidente americano John Kennedy y el primer ministro soviético Nikita Khruschev, que para eso lo habían colocado: eran dos terminales, una en Washington y otra en Moscú; ni siquiera iba a facilitar el intercambio pacífico o amenazante, que todo podía suceder, entre los jerarcas de la Casa Blanca y el Kremlin, o entre los mandamás del Pentágono o del ministerio de Defensa de la URSS, que para eso iba a servir el cachivache. Seamos francos: lo primero que transmitió el que sería legendario “teléfono rojo” entre Estados Unidos y la Unión Soviética no servía ni para llevar a buen puerto la receta de un bizcochuelo. Decía: “The quick brown fox jumped over the lazy dog’s back 1234567890?. Traducido del inglés tampoco servía de mucho. Era algo así como “El zorro rápido y marrón saltó sobre el lomo de un perro perezoso 1234567890?.

Por infobae.com





Era una frase críptica en el mejor de los casos, un poco absurda, que tampoco necesitaba ser descifrada porque no encerraba código alguno. Su único mérito era el de encerrar en ella todas las letras y números del abecedario. Había que evitar yerros de cualquier tipo: no podíamos volar todos por el aire por un error de tipeo, o de traducción. Esa era la misión del teléfono rojo, que ni era teléfono, ni era rojo: evitar una guerra nuclear por accidente, por un malentendido, por una demora inexplicable en los cables que las dos potencias del mundo intercambiaban en momentos de peligro.

Evitar la guerra nuclear

Había estado a punto de pasar en octubre de 1962, cuando la URSS instaló misiles atómicos en Cuba, todos apuntaban a Estados Unidos, y siguieron trece días de máxima tensión entre las dos potencias que estuvieron a punto de aniquilarse y aniquilarnos por extensión. Recién veinte años después de la crisis, Estados Unidos y el mundo supieron algunos datos escalofriantes de aquellos días: como el gobierno de Kennedy había ordenado el bloqueo naval a la isla, la flota rusa que transportaba los misiles viajaba custodiada por una flota de submarinos; lo que el mundo no supo hasta los años 80 era que esos submarinos estaban equipados con misiles nucleares y que sus comandantes tenían orden de dispararlos. Es más, le debemos a un comandante ruso el que uno de esos misiles haya quedado en las gateras de su submarino, a punto de ser lanzado hacia Estados Unidos. Otra historia a contar.

Fue la crisis en Cuba la que hizo nacer al teléfono rojo, que era una línea de télex destinada, si era necesario, a que Kennedy y Khruschev “hablaran” en directo ante cualquier nueva urgencia política o militar, algo que no habían podido hacer en los calientes días de octubre de 1962. Lo de hablar es un eufemismo, el télex no permitía hablar, pero sí permitía el diálogo entre los operadores de las dos terminales, fuesen Kennedy y Khruschev o sus delegados. Lo de línea directa también es pomposo. La línea de télex corría a través de un cable submarino transatlántico instalado en 1956 y los mensajes viajaban desde Washington a Londres, de Londres a Copenhague, Estocolmo, Helsinki y, por fin llegaban a Moscú. Los mensajes de Moscú recorrían el camino inverso.

En la edad de piedra de las comunicaciones, aquello era un adelanto formidable: nunca fue usado para evitar una guerra nuclear, porque aquel peligro de los misiles cubanos no llegó a repetirse hasta que Vladimir Putin y sus muchachos amenazaron hace poco con usar armas nucleares en su guerra de invasión contra Ucrania. Pero entonces sí llevó un poco de tranquilidad, cierta seguridad, un tanto retórica si se quiere, a un mundo convulsionado por las idas y vueltas de la Guerra Fría, que tampoco fue guerra, ni fue fría.

Tan escaldados habían quedado Estados Unidos y la URSS con el drama de los misiles cubanos, que ocho meses después del fin del conflicto, el 20 de junio de 1963, firmaron en la sede de Naciones Unidas en Ginebra, un “Memorándum de Entendimiento para el Establecimiento de una Línea Directa de Comunicaciones”. El acuerdo especificaba la larga ruta prevista para los mensajes que enviara Estados Unidos, a través de Gran Bretaña, Dinamarca, Suecia y Finlandia, hasta llegar a Moscú, y viceversa, más un enlace de radio Washington-Tánger-Moscú que obraría como reserva, por si surgía alguna falla, y para coordinar las marchas y contramarchas de la línea principal.

En aquellos inicios de los años 60, que serían de paz y amor y no lo fueron, la realidad decía que las armas nucleares avanzaban más rápido que las comunicaciones. Y eso podía ser fatal. El teléfono rojo nació primero por el deseo de Kennedy y de Khruschev de tender lazos personales y, a ser posible, evitar a sus cancillerías, a sus agencias de inteligencia y a sus burocracias que en la crisis habían mostrado una peligrosa tendencia a la demora y a la ineficacia. Los dos líderes, además, lidiaban con sus halcones y sus palomas, que no hay nada nuevo bajo el sol. El acuerdo de Ginebra por el teléfono rojo se firmó sólo diez días después de que Kennedy, en un histórico discurso en la American University de Washington, llamara a poner fin a la Guerra Fría, a prohibir los experimentos nucleares en la atmósfera y a construir una nueva relación con la URSS.

La segunda razón por la que nació el teléfono rojo fue el evitar una guerra nuclear por error humano, de traducción, de imprenta o de interpretación. Uno de esos yerros había facilitado el lanzamiento de la bomba atómica contra Japón y Kennedy temía que bajo su presidencia sucediera algo similar. Años antes, el 18 de noviembre de 1956, Khruschev había hablado en la embajada polaca en Moscú para expresar su certeza de que el marxismo dejaría atrás al capitalismo. Dijo algo así como que la doctrina de Marx y de Engels “taparía de polvo” al capitalismo. Sus palabras fueron traducidas como “enterraremos al capitalismo”, lo que provocó, además de cierta inquietud, un amago de incidente diplomático.

Un libro inspirador

Kennedy recordaba cómo había estallado la Primera Guerra Mundial, imaginada en el imperio Austro-Húngaro como una escaramuza de pocos días, mientras todos bailaban Strauss en la corte. El presidente de Estados Unidos había leído un libro extraordinario de Bárbara Tuchman, “The guns of August. Los cañones de agosto”, que relataba los treinta y un días previos al estallido de la guerra, que en vez de quince días duró cuatro terribles años. Al llegar a la Casa Blanca, Kennedy había comprado varios ejemplares del libro de Tuchman y los había repartido entre los miembros de su gabinete. Con todo, casi va a una guerra nuclear.

Durante la crisis de los misiles en Cuba, había quedado en evidencia el difícil intercambio de propuestas, amenazas y hasta de ultimátums mutuos que intercambiaron la URSS y Estados Unidos. Eran mensajes decisivos que evitaron el estallido de la guerra nuclear, pero que podrían haberlo desatado. Los cables que enviaba Estados Unidos llegaban a Moscú, donde amanecía unas siete u ocho horas antes que en Washington. A esa diferencia horaria, (al mediodía de la URSS eran las cinco de la mañana en Washington y a las siete de la tarde de Washington eran las dos de la mañana en Moscú), se sumaba un farragoso proceso de traducción de los mensajes entre los dos líderes. Si el cable llegaba cifrado, había que descifrarlo y luego traducirlo de uno a otro idioma. Y, si quedaba constancia escrita, pasarlo al cirílico.

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