El joven de 19 años que fue el primero en fugarse de Auschwitz y alertó al mundo de la matanza

El joven de 19 años que fue el primero en fugarse de Auschwitz y alertó al mundo de la matanza

Rudolph Vrba fue el primero en lograr escapar de Auschwitz. Tenía 19 años. Luego escribió un detallado informe de lo que ocurría en Auschwitz y lo dio a conocer, alertando de esa manera al mundo del horror (Archivo).

 

Habían descubierto algo. En ese entramado que parecía impenetrable, imposible de derrotar, ellos encontraron una brecha. Una grieta pequeña e improbable, que intentarían aprovechar aún contra las estadísticas.

Por infobae.com





Las sirenas atronadoras habían sonado muchas veces. El aullido era ronco e inconfundible, enojado. Cada vez que faltaba algún detenido en el recuento diario, primero se escuchaba una cadena de gritos, de alaridos de los guardias nazis, hasta que alguien encendía la sirena que iniciaba la búsqueda.

Nadie había podido escapar con vida. A veces se trataba de una falsa alarma. Y al que faltaba lo encontraban desvanecido o muerto, de inanición, por debilidad o por la violencia de uno de sus carceleros, en algún rincón del campo de concentración. Nadie podía escapar de Auschwitz.

Tener las probabilidades en contra no acobardó a Rubi Vrba y a Franz Wetzler. Tenían que salir de allí. O al menos intentarlo. Llevaban dos años encerrados y veían que los muertos eran cada vez más. Los trenes llegaban sin cesar, rebalsados.

Idearon un plan de fuga. Lo manejaron con sigilo aunque debieron contarle a algunos de sus conocidos. Necesitaban de la ayuda de la red de resistencia interna y subterránea. Con mucha discreción, los que sabían compartieron la información que tenían sobre los intentos fallidos de fuga anteriores.

Vrba descubrió que el sistema tenía un punto débil. El sector exterior del campo, el perímetro no tenía vigilancia permanente, más allá de los soldados que estaban en las garitas de control elevadas. Los nazis confiaban en el mal estado de los internos (hambre, debilidad, enfermedades), en sus más de 2.000 soldados, en los 200 perros entrenados para rastrear y en la doble hilera de alambrados electrificados, para encontrar al que faltaba en el recuento de cada tarde.

Apenas sonaba la sirena que alertaba de la falta de uno de los detenidos, los 2.000 soldados salían a buscarlo, armados, con los perros acechando y husmeando, y además se establecía un cordón humano alrededor del perímetro. Pero esa vigilancia tenía fecha de caducidad. A los tres días se daba de baja.

Vrba y su compañero pensaron que debían crear un buen escondite, permanecer ocultos esos tres días, y en la primera noche que la vigilancia se levantaba, escapar hacia Eslovaquia, su tierra natal.

Alguien les encontró la guarida perfecta. Un pequeño refugio debajo de montones de leña. Lo acondicionaron de a poco. Construyeron una especie de recámara, en los que sólo entraban dos personas acostadas y pegadas, por si los nazis se aproximaban. Los que trabajaban en los depósitos les consiguieron zapatos, camisas, trajes y hasta sombreros. Eran imprescindibles. Fuera de Auschwitz no durarían demasiado con los ajados uniformes a rayas del campo de concentración, la delgadez extrema y las cabezas rasuradas: llamarían demasiado la atención. Y para llegar al destino final debían poder pasar desapercibidos durante un buen tiempo. También tenían cigarrillos, encendedores que ellos mismos habían fabricado, pan, margarina y agua para varios días.

El 7 de abril de 1944 hicieron la parte fácil. Se escabulleron de los grupos en los que se movían, removieron una pila de leña, levantaron una tapa del suelo y se metieron en su escondite. A las pocas horas escucharon la sirena estridente. A partir de ese momento supieron que no debían moverse, ni hablar. Para asegurarse de no ser escuchados, cada uno se puso una mordaza de tela, por si respiraban fuerte, por si la tos sobrevenía con los perseguidores cerca. Tomaron un recaudo más: siguiendo el consejo de un soldado soviético que conocieron en el Lager, durante los días previos embebieron tabaco en gasolina y lo dejaron secar al sol. Con esa masa taparon las rendijas de las tablas que oficiaban de escotilla de su guarida y también la esparcieron el pasto que estaba alrededor. El tabaco con el combustible debía desorientar el olfato de los perros.

En esas horas escucharon gritos, los ladridos de los perros, las pisadas sobre su cabeza y hasta a algún soldado nazi removiendo la leña que los protegía. En esas ocasiones, ellos se amontonaban en la recámara (esto no significa que el otro espacio fuera amplio: apenas entraban sentados con las piernas recogidas). Cuando algunos de los soldados estaba muy cerca, ellos dos sacaban sus cuchillos; estaban dispuestos a sucidarse, a no dejarse atrapar con vida: sabían que si no los torturarían, los expondría frente al resto de los detenidos y que dejarían sus cuerpos, con carteles colgando del cuello, durante días en el patio central.

En el anochecer del tercer día, escucharon las órdenes de detener la búsqueda. Esperaron un tiempo más antes de moverse.

El plan marchaba bien, según lo planeado. Pero al iniciar la segunda etapa se encontraron con dos problemas que no habían previsto. Las ochenta horas de quietud habían hecho que sus músculos se entumecieran. Cuando quisieron ponerse en marcha, ni las piernas ni los brazos les respondían. Era como si se hubieran olvidado cómo se movían. Durante horas sintieron un hormigueo que creyeron no se iba a ir nunca. El otro inconveniente fue lo único que no habían practicado: cómo levantar la tapa que protegía su escondite. Durante algunos minutos creyeron que no iban a poder hacerlo, que ese refugio sería su tumba. Hasta que lograron moverla lentamente y salir. Sin los guardias, no les resultó complicado sortear el alambrado: les habían informado en qué lugar era más vulnerable.

Para leer la nota completa pulse Aquí