León Sarcos: El ocaso de la razón o los días finales de Kant

León Sarcos: El ocaso de la razón o los días finales de Kant

Los últimos días de Immanuel Kant, es el más hermoso de los retratos de Thomas de Quincey. Pietro Citati.

Es suficiente. Esas fueron sus últimas palabras. ¡Es suficiente! ¡Sufficit! ¡Poderosas y simbólicas palabras! El cáliz de la vida, el cáliz del sufrimiento, ha rebosado. Cualquier líquido que se le ofrecía era tolerado a muy duras penas por su esófago, como ocurre frecuentemente con los moribundos; los signos de la muerte estaban muy próximos. 

Wasianski, uno de sus biógrafos, discípulo e íntimo de Kant en sus últimos años, nombrado albacea en su testamento, será quien facilite su relato a Thomas de Quincey en su interesante visión sobre Los últimos días de Immanuel Kant, autor de Crítica a la razón pura, obra calificada como un punto de inflexión en la historia de la filosofía y su autor, el principal pilar del pensamiento ilustrado.





El Kant de Thomas de Quincey

El día anterior estaba tendido con los ojos fijos y sin brillo, pero por lo demás parecía en perfecta paz –comenta Wasianski–. Le pregunté ese día de nuevo si me conocía. Estaba sin habla, pero volvió el rostro hacia mí y me hizo señas de que le besara. Una profunda emoción me embargó cuando me incliné para besar sus labios pálidos; sabía que con este acto de ternura quería expresarme su agradecimiento por nuestra larga amistad y darme su último adiós.

Para de Quincey, en este sublime acto, el hombre valiente ha dejado de ser un hombre en el sentido exclusivo: ha vuelto a ser un niño en su debilidad, se ha vuelto una mujer por sus ansias de ternura y compasión. Forzado por la agonía, ha apartado su carácter sexual y retiene únicamente su carácter genérico de criatura humana.

Y concluye, sobre este conmovedor gesto cargado de bella humanidad, que de nuevo en la despedida final del estoico Kant leemos otra indicación, dicha ambiguamente por los labios de un moribundo de la más austera de las naturalezas: la última necesidad –que llama a los hombres de corazón noble y ardiente– es la necesidad de amor, es la llamada a blandos cuidados, que pueda simular de momento la imagen de la ternura de una hembra en una hora en que su presencia real es imposible.

Es factible que a su mente acosada por el malestar y el delirio que atormenta al cuerpo, en los momentos postreros viniera a su mente la culta, bella y refinada condesa de Keyserling, su ideal de mujer, con quien compartió durante las muchas cenas y encuentros que mantuvieron por más de treinta años.

En el otoño de 1803 empezó a perder la vista del ojo derecho, del izquierdo ya la había perdido totalmente. Cuando niño tuvo dos afecciones considerables en los ojos. Un día, al regresar de un paseo, estuvo viendo doble durante mucho tiempo, y la segunda fue que quedó completamente ciego. Lo cierto es que eso no fue suficiente para bajar el tono de sus facultades hasta edad avanzada. Vivía preparado para lo peor que pudiera sobrevenir. 

La muerte se anuncia

Al final de 1803, Kant comenzó a quejarse de sueños desagradables, a veces terroríficos, que le despertaban sobresaltado. A menudo, melodías que había oído cantar cuando joven en las calles de Königsberg resonaban penosamente en sus oídos, y persistían de un modo que ningún esfuerzo de abstracción podía liberarle. 

Le mantenían despierto a horas intempestivas y, algunas veces, cuando después de una larga espera caía dormido, no obstante, lo que podía ser un sueño se interrumpía bruscamente por pesadillas terroríficas que le alarmaban más allá de toda descripción.

Kant, de vida cotidiana e intelectual rigurosamente disciplinada, asumida como un ritual, tenía que ser un hombre excesivamente preocupado, vigilante de su comportamiento físico y mental, y de todas las sensaciones y manifestaciones de cambio experimentadas a esos niveles. En 1796, a los 73 años, extenuado, había abandonado la docencia a la que se había dedicado por más de cuarenta años.

Cuando empezó a caerse y pudo percatarse de que el tiempo hacía mella sobre toda su anatomía, luego de un almuerzo, hizo a sus invitados en 1799 –oficialmente siempre entre un número oscilante de tres y nueve–, una confesión en presencia de Wasianski, que muy poco acontece entre los ancianos cuando se enciende la luz en el pasadizo en que se anuncia la despedida: Caballeros, estoy viejo, débil e infantil y deben tratarme como a un niño. 

La pérdida progresiva de facultades

Los achaques propios de la edad le advertían, tres años antes de que empezaran a producirse sus caídas reiteradas en todas las partes de la casa, y especialmente la última en los jardines del rey, no muy distante –donde a pesar de todas las precauciones se cayó y dos jovencitas se apresuraron a socorrerle–, que la mayor parte de las heridas infligidas por el tiempo a la geografía humana son incurables.

Tres síntomas innegables de la pérdida de sus habilidades naturales se hacían presentes en su desenvolvimiento cotidiano. A pesar de su memoria prodigiosa para todo lo que tenía una orientación intelectual, había trabajado de joven con una debilidad poco usual de esta fortaleza en relación con los asuntos más comunes de la vida diaria.

Al igual que en su niñez, en esta segunda infancia esta falla le aumentó sensiblemente. Uno de los primeros síntomas fue que empezó a contar la misma historia más de una vez en el mismo día.

Otra manifestación de su deterioro mental era la debilidad con la que ahora comenzaba a teorizar. Todo lo pretendía explicar con la electricidad. Una singular mortandad de gatos se había producido entre Viena, Basle y Copenhague, además de otros lugares. Al ser el gato un animal propenso a la estática, atribuía esta epizootia a la electricidad. 

Una tercera evidencia de que sus cualidades mermaban fue que perdió el exacto sentido del tiempo. Un minuto, o incluso, sin exagerar, un espacio de tiempo menor, se extendía en su aprehensión hasta llegar a aburrirle. Al comienzo del último año de su vida adquirió el hábito de tomar una taza de café después de la comida; pues el desasosiego y la inquietud nerviosa que le ocasionaba esa corta espera le provocaba reacciones desconcertantes.

 A veces, repentinamente se levantaba de la silla, abría la puerta y clamaba con un débil quejido, como si suplicara los atrasos de la humanidad entre sus prójimos: ¡Café, café! Además, cuando oía los pasos de los criados en las escaleras, se volvía hacia los invitados y tan alegre como un marinero desde lo alto de un mástil, gritaba: ¡Tierra, tierra!

Sus pies, poco a poco, se fueron negando a cumplir su función; se caía continuamente, tanto cuando se paseaba por la habitación como cuando se quedaba de pie; sin embargo, rara vez sufría con esas caídas, y se reía de ellas constantemente, comentando que era imposible que se pudiera herir debido a la extrema ligereza de su persona, que ciertamente para aquella época era apenas la sombra de un hombre.

Una sensibilidad intacta

A pesar de esos achaques conservaba intacta su sensibilidad. Distinguía a cada pájaro por su canto y los llamaba por su nombre exacto.  Al igual que Bacon, siempre sintió un cariño infantil por los pájaros en general, pero su preocupación fundamental eran los gorriones que anidaban en la ventana de su estudio, y cuando esto ocurría, observaba sus evoluciones con deleite y con la ternura con que otros se entregan a un interés humano.

Era en esa misma ventana desde donde en el invierno, ante la estufa, contemplaba la antigua torre de Lovenicht; y no es que pudiera verla, pero la torre, en palabras de Thomas de Quincey, descansaba en sus ojos como la música distante en el oído, oscuramente como medio revelada a la conciencia. Ninguna palabra es lo suficientemente vigorosa para expresar la satisfacción que le procuraba la vista de esa vieja torre al atardecer, en tranquilo ensueño.

En su habitación guardaba apenas no más de ciento cincuenta volúmenes, principalmente obras dedicadas por sus autores. Puede parecer extraño que Kant, que tanto leía, no tuviera una biblioteca mucho mayor, pero tenía menos necesidad de ella que la mayoría de los eruditos, pues al haber sido joven bibliotecario de la Biblioteca del Real Castillo, gozaba de la liberalidad de acceso a la primera consulta de cada nuevo libro que aparecía.

A pesar de un largo paréntesis de 10 años en la relación con Kant, Wasianski, que se separó de su oficio de amanuense en 1780, cuando se ordenó, lo acompañará a partir de 1792 y hasta el final, en los momentos más estelares y decisivos de su vida personal, siendo su acompañamiento de una madurez, lealtad y confianza indiscutible a Kant, quien solo autorizará la biografía para después de su muerte. 

Entre los muchos aportes, lo mejor de Kant

Immanuel Kant ha sido un semidiós en la historia del pensamiento occidental y de alguna manera su Crítica a la razón pura, tiene incidencia en todas las disciplinas del saber, aunque como dijera el maestro Borges con toda la carga de ácida ironía que siempre lo caracterizó: (…) obra que no entienden los mismos alemanes y que quizás hubiera dejado perplejo al mismo Kant en muchos casos… salvo que recordara lo que había querido decir.

En la tradición filosófica y poética, Immanuel Kant es un referente valioso de la vanidad para calificar a un escritor renombrado o a un académico sobresaliente. Mientras más prematura era o sea la lectura de este filósofo con más atributos intelectuales y glamour académico era y es considerado el personaje en la escala de valores de su influencia.

En el caso de América Latina, como todo está invertido, suele ocurrir lo contrario; se ha dado preferencia a autores que insinúan caminos contrarios a la razón, a la lógica, al deber ser, a la moral; en fin, al sentido común, que es la esencia y la síntesis de los miles de páginas que escribió este grande hombre para darle sentido al ejercicio de la libertad y a la condición humana.

El desarrollo intelectual de Kant tuvo un proceso evolutivo, por lo que a mayor madurez y experiencia, hubo más acierto en sus roles fundamentales como académico y teórico. Los mejores aportes a la filosofía y a las ciencias fueron hechos en los últimos 30 años de su vida. 

Pero hemos de reconocer que toda su vida fue prolífica y sus contribuciones trascendieron al derecho, la política, la historia, la ética, la estética, la epistemología, la moral, la metafísica, la astronomía y la pedagogía.

Tres obras para tres preguntas

Immanuel Kant es y sigue siendo considerado uno de los pensadores más influyentes de la Europa moderna y de la filosofía universal. Kant distingue tres preguntas capitales: ¿Qué puedo conocer? Interrogante que consigue respuesta en la Crítica a la razón pura (1781), obra en la que investiga la estructura misma de la razón.

La segunda: ¿Qué debo hacer?, se responde ampliamente en su libro Crítica a la razón práctica (1788), centrada en la ética y la Metafísica de las costumbres, con una parte acerca de la doctrina de la virtud y la otra centrada en la doctrina del derecho.

Y la tercera: ¿Qué puedo esperar?, interrogante a la que da respuesta en la Crítica del Juicio (1790), donde investiga acerca de la estética y la teleología.  En esas tres preguntas se responde a una interrogante suprema: ¿Qué es el hombre? 

La primera de las tres obras, la más importante, fue recibida fríamente por la crítica, argumentando oscuridad y dificultad para ser abordada; pero después suscitó un gran interés, al punto de convertirse en el libro que cambió la orientación de la filosofía en occidente.

De acuerdo a la enciclopedia Herder, distingue la experiencia a posteriori y el conocimiento a priori más allá de la experiencia y las condiciones de cualquier conocimiento espacio-tiempo y las categorías: cantidad, cualidad, relación y modalidad. La experiencia no nos da más que apariencias (fenómenos) pero jamás las cosas en sí (noúmeno).  La segunda obra analiza los juicios de valor. La tercera contiene una doctrina de lo bello.

Un profesor estrella

Immanuel Kant ingresó oficialmente como profesor ordinario en la cátedra de lógica y metafísica en la Universidad de Königsberg en 1770. Ya Humé le había despertado del sueño dogmático y se adhiere a una crítica de la metafísica en que se inspira este filósofo, pero se niega a admitir su escepticismo.

En su presentación como profesor redacta la llamada disertación de 1770, cuyo título es: Sobre la forma y los principios del mundo sensible e inteligible, en la que distingue claramente entre conocimiento sensible y conocimiento inteligible, de modo que el conocimiento no queda únicamente limitado a la experiencia, debiendo reconocer, por lo mismo, un conocimiento metafísico que debe justificarse.

En este discurso nace la idea de Filosofía trascendental, edificada sobre la base de un sujeto que impone sus condiciones subjetivas a las posibilidades de que las cosas sean conocidas y pensadas; la gran luz que dice haber percibido hacia el año 1769.

En 1764 escribió: Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Sus dos primeros trabajos fueron uno de carácter científico en 1755, y el primero, de carácter filosófico, en 1749. A este último lo tituló: Meditaciones sobre la verdadera estimación de las fuerzas vivas.

El de carácter científico constituyó un aporte a la ciencia que lleva por nombre: Historia general de la naturaleza y Teoría del cielo, en el que diseñó la hipótesis de la nebulosa protosolar, en donde dedujo correctamente que el sistema solar se formó de una nube de gas, una nebulosa. 

De este modo intentaba explicar el orden del sistema solar anteriormente visto por Newton como impuesto por Dios desde el comienzo. Immanuel Kant también dedujo correctamente que la Vía Láctea era un gran disco de estrellas, formada asimismo a partir de una nube giratoria.

Los preparativos para ser

Immanuel Kant, el mismo año que escribe Historia general de la naturaleza y Teoría del cielo (1755), también escribirá, para optar al Doctorado en Filosofía, la tesis Sobre el fuego, y luego con Nueva elucidación de los primeros principios del conocimiento metafísico –obra crítica a la metafísica de Wolff–, escrita para obtener el permiso para la docencia como profesor no titular. A partir de entonces, inicia sus escritos propiamente metafísicos. 

A los 16 años había entrado en la universidad Albertina de Königsberg, donde Martin Knutzen, wolffiano heterodoxo, de ideas renovadoras, lo inicia no solo en la filosofía de Wolff ya en plena decadencia, sino también en las teorías físicas de Newton.

A los seis años, el hombrecito diminuto y muy despierto, que escribirá una página única en la historia de la filosofía –y que en la modernidad abrirá paso al célebre antes o después de–, comenzará a asistir a la escuela del hospital suburbano y, dos años después, al colegio Fridericiano. Es el mismo año en que es elegido papa Lorenzo Corsini y toma el nombre de Clemente XII y se inaugura la primera sinagoga en la ciudad de New York.

 

La gestación de un genio

Su madre actuaría en la vida de Kant también como maestra. Ella fue la primera persona que sembró en el futuro filósofo la semilla del bien y del amor por la naturaleza y el conocimiento. El año de su nacimiento, 1724, en el mes de abril; casi un año antes, en junio de 1723, nacerá también uno de los exponentes más destacados de la economía clásica, Adam Smith, quien escribió Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776).

Se sabe que sus padres contrajeron matrimonio en 1715. Immanuel sería el cuarto de nueve hermanos, de los cuales solo cinco alcanzaron la adolescencia. Ambos, el padre Johann Georg Kant (1682-1742), y su madre Ana Regina Reuter (1697-1737), eran pietistas. Immanuel fue criado bajo el amoroso cuidado de su madre, quien le impartió una educación religiosa y disciplinada inspirada en la responsabilidad individual, la humildad personal y la interpretación literal de la Biblia.

Difícil conocer el sitio, el momento, y la ambientación que rodeó el encuentro amoroso de estas dos almas gentiles, las palabras dulces que se prodigaron mutuamente durante la fase mágica del enamoramiento, cuál fue la miel que movió la empatía que precipitó al encuentro, al roce, a las caricias, a los besos  y al compromiso de fundar una familia, entre el joven  Johann Kant y Ana Reuter, él nacido en Memel y ella originaria de  Nuremberg, donde por pura coincidencia se juzgarían los exabruptos más espantosos contra la razón. 

Epílogo

El año próximo habrán de cumplirse tres siglos del nacimiento de este filósofo alemán que marcó un hito en la historia de la filosofía y del pensamiento occidental. Lamentablemente, todas las riquezas de sus enseñanzas a la humanidad, en el presente histórico, parecen deslucidas, gracias a las tendencias concupiscentes y extraviadas del ser humano.

Siento y pienso que caminamos en dirección contraria a la razón, diría más bien que a su ocaso y al de la moral, la belleza, la libertad, la verdad y la paz y que nos dirigimos a los escenarios que hablan de la disolución temporal de las sociedades democráticas y del fin de la paz. 

Transformado el piso civilizatorio y cultural por la revolución digital y la vuelta de los decadentes nacionalismos; una globalización anárquica y sin futuro; novedosos regímenes de fuerza, que mezclan apariencias de respeto institucional, con amoralidades, mentiras flagrantes y violaciones a todos los derechos sagrados del ser humano e individualmente, ese mismo ser humano embelesado y absorto con el retorno al elemental y primitivo imperio de los sentidos y de la fuerza.

Todo el andamiaje sobre el que fundó Kant su filosofía, hoy tiene unos elementos muy novedosos para responder a sus tres preguntas básicas con unas críticas enriquecidas y pertinentes a las nuevas mutaciones culturales, que no se pueden dejar a la inteligencia artificial. 

En los tiempos que corren toca a los estudiosos de la filosofía y de la ciencia, empezar a trajinar con agudeza desde un comienzo: ¿qué puedo conocer?,¿qué debo hacer?, y ¿qué puedo esperar?, para definitivamente llegar a una conclusión antropológica de qué en verdad somos y existencialmente hacia dónde vamos.

León Sarcos, septiembre 2023