El día que mataron al asesino de Kennedy y sepultaron para siempre la verdad del atentado

El día que mataron al asesino de Kennedy y sepultaron para siempre la verdad del atentado

Kennedy tirado en el auto convertible segundos después de ser víctima del atentado

 

El balazo silenció al mundo, selló para siempre la posibilidad de esclarecer el asesinato del presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy y convirtió a su presunto asesino, Lee Harvey Oswald, en un enigma, una confusión, en un ser borroso, difuso y desconcertante que obtuvo así casi la misma categoría mitológica del presidente muerto y del enigmático crimen de Dallas.

Por infobae.com





Oswald fue asesinado dos días después de Kennedy, el 24 de noviembre de 1963, hace sesenta años, en el que era en ese momento el sitio más seguro y custodiado de Texas y de casi todo Estados Unidos: el departamento de policía de Dallas, donde Oswald pasó las noches del 22 al 24, y en el momento en el que el prisionero, que también debió ser hombre más custodiado del país, iba a ser llevado desde los sótanos de esa dependencia policial hasta la cárcel de la ciudad, acusado ya como el asesino de Kennedy.

La muerte del asesino

Lo mató un hampón y propietario de un club de strip-tease de la ciudad, Jacob Leon Rubenstein, que había adoptado un nombre nuevo: Jack Ruby. Un tipo archi conocido por la policía local, que recibía de buen grado a los oficiales de Dallas en su club de baile y de citas, que en la mañana de su crimen llegó al departamento policial y reconoció en uno de los autos que iban a custodiar el viaje de Oswald a uno de los oficiales a cargo del traslado, el teniente Sam Pierce. Después se metió en el sótano y esperó, junto a periodistas, cámaras y técnicos de la televisión a que sacaran a Oswald del interior. Estaba armado, porque Ruby no salía a la calle sin su revólver.

En el sótano policial no había mucho espacio para actuar: un patrullero había estacionado en el interior, al pie de la rampa que daba a la calle, para facilitar el traslado del acusado. Oswald apareció custodiado por dos agentes, James Leavelle, de traje claro y típico sombrero tejano Stetson, le aferraba el brazo derecho y el detective L.C. Graves, el brazo izquierdo. Oswald había cambiado las ropas que vestía cuando lo detuvieron; ahora lucía un pantalón oscuro, un suéter también oscuro sobre una camisa, con cuello volcado sobre el escote redondo del pulóver. Los tres, detectives y preso, ofrecían el frente de sus cuerpos a las cámaras. Ruby entonces dio unos pasos rápidos con su revólver en la mano, y disparó un solo balazo en el estómago de Oswald, que dio un aullido breve y seco. Fue el primer asesinato de la historia televisado en directo.

El de Ruby fue el balazo de un experto. La autopsia reveló que la bala había perforado en Oswald todas las estructuras anatómicas importantes: estómago, bazo, hígado, aorta, diafragma, un riñón, la vena cava inferior y la vena renal. El agresor fue detenido, Oswald, con cierta exasperante lentitud, fue colocado en una camilla y en el revuelo que reinó en ese espacio antes recoleto hubo que sacar a la calle los autos patrulleros y dejar entrar a una ambulancia, que condujo al herido al Parkland Hospital: murió poco después, en el shock room vecino que, dos días antes, había visto morir a Kennedy.

Cómo fue que un hampón conocido por la policía pudo moverse confiado y seguro, armado con un revólver del que no se separaba nunca, esperar el momento justo y asesinar al sospechoso de haber asesinado al presidente de Estados Unidos, es otro más de los tantos enigmas del mitológico asesinato de Kennedy. A partir de esa mañana, nada de lo que Ruby dijo hasta su muerte, en enero de 1967, en la cárcel y por un cáncer de pulmón, fue cierto. Pero no es el enigma Ruby, sino el enigma Oswald el que desveló siempre a los historiadores, ese “misterio americano”, como lo calificó Norman Mailer en su intensa biografía del supuesto asesino de Kennedy.

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