León Sarcos: Estados Unidos, la democracia imperial

León Sarcos: Estados Unidos, la democracia imperial

No se trata de establecer una verdad –lo que es imposible– sino de aproximársele, de dar la impresión de ella, y esta impresión será tanto más fuerte cuanto más hábil sea el relato. Tzvetan Todorov.

Vivimos un tiempo maravilloso, en el que el fuerte es débil debido a sus escrúpulos y el débil se fortalece debido a sus audacias. Esta frase, de uno de los grandes estadistas del siglo XX, Henry Kissinger, me confirma que, sin lugar a dudas, el sistema de gobierno más idóneo para ventilar las diferencias y vivir la libertad individual a plenitud es el democrático, pero también el que resulta más fácil de quebrantar institucionalmente, cuando los liderazgos encarnan resentimientos del pasado que, bien tratados, debían ser parte de la mala conciencia.

Los buenos estadistas, cuando lo son de verdad, deben poseer necesariamente facultades terapéuticas para ayudar a cicatrizar, con sus discursos y sus políticas, confrontaciones inútiles del pasado que costaron mucha violencia, sangre, dolor y lágrimas.





El pasado, para el buen líder del presente que hace historia, debe ser alumbrar con los buenos epílogos de ese tiempo pretérito un futuro que ayude a disolverlos en nuevas y sublimes narraciones didácticas que eviten para siempre–al menos por viejos motivos– nuevas confrontaciones y más sufrimiento.  

No se puede entender el mundo de hoy, sus cambios, el nuevo orden internacional, las mutaciones culturales, la reaparición del nacionalismo, del racismo, la reedición del debate sobre identidades, la nueva educación, si no ubicamos como punto de inflexión de la historia de la humanidad la caída del Muro de Berlín en octubre de 1989, el triunfo de la globalización y la universalización del uso de internet en 1990, como el inicio de la revolución tecnológica que abrió paso a la revolución de la movilidad y a la revolución de la mentalidad.

La primogénita democracia moderna

En el caso de la primera democracia del mundo, no es que todo cambia y el epicentro desde donde se originan la mayoría de los cambios va a permanecer intacto. Al contrario, es allí donde se produce con más intensidad la sacudida -esta discusión toma fuerza en los noventa en Estados Unidos-, cuando se comienza a hablar de la decadencia americana, y se revive el debate sobre la ciudadanía universal, el tema de las identidades y con ellas el racismo, el multiculturalismo, la xenofobia y el machismo. 

Los Estados Unidos nacieron con la modernidad, son hijos de la modernidad y ahora, para mantenerse, deben enfrentarse a los retos y a los desastres que nos ha dejado la modernidad tardía. Nuestra época se vislumbra sombría, pero las sociedades occidentales, los estadounidenses a la cabeza, embriagados por medio siglo de prosperidad y abundancia, se empecinan en no querer ver las oscuras sombras que se ciernen sobre el planeta.

Ocultos en la máscara de ideologías pseudomodernas, retornan al naciente siglo decrépitos y convulsivos escenarios que el culto al progreso, un optimismo idiota y el hedonismo creyeron enterrados para siempre. Hemos vuelto a viejos tiempos, sin darnos cuenta, con discursos salvacionistas que ya en su momento fueron los causantes del caos y la sinrazón.

Estados Unidos –decía Tocqueville– nacida moderna, sin antiguo régimen, igualitaria y democrática, fue interpretación particular de la ilustración occidental y de cuyas ideas y valores aquella nación no solo fue seguidor, sino homenaje. J.G.A. Pocock resumió con exactitud esta singular creación de ciudadanía inspirada en un ideal cívico patriótico, en el cual la personalidad estaba fundada en la propiedad, perfeccionada en la ciudadanía, pero perpetuamente amenazada por la corrupción.

Los enemigos externos de la democracia 

El modelo de democracia liberal instaurado en Norteamérica, desde su establecimiento ha tenido enemigos externos. Especialmente relevantes en la primera mitad del siglo XX, las naciones democráticas del mundo occidental, encabezadas por Estados Unidos, se enfrentaron a los peores enemigos políticos de la humanidad: el fascismo italiano y el totalitarismo nacional socialista de Alemania, a los que derrotaron en la Segunda Guerra Mundial, en agosto de 1945.

 En la segunda mitad, ahora repartido el mundo en dos: el comunismo totalitario de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y los Estados Unidos de norteamericana, se crearon dos áreas de influencia con un escenario político conocido como la guerra fría, que tuvo un celebrado final con la caída de El muro de Berlín, el triunfo de la democracia y de la globalización de la economía.

A partir del 11 de septiembre de 2001, apareció con fuerza inusitada un enemigo que había estado latente, disperso, focalizado, pero letal, el integrismo islámico, que desde aquel momento en que derribó las Torres Gemelas, decretó la Guerra Santa a todas las democracias occidentales lideradas por Estados Unidos, que en respuesta desató una guerra inútil, donde lo que logró más tarde con precisión de la inteligencia: la liquidación del máximo líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, en mayo de 2011, ya lo había pagado con creces en pérdida inútil de vidas, recursos bélicos y prestigio internacional al comprobarse la falsedad de la existencia de armas químicas.

El otro enemigo, por ahora todavía potencial, es China comunista; para algunos especialistas calificados más bien un híbrido barroco, de retórica comunista, administración centralizada represiva y economía de mercado que permite, incluso potencia, la apertura al mundo exterior y el enriquecimiento del individuo.

Los enemigos internos de la democracia

Hay una expresión muy feliz y práctica contenida en un libro muy bien recibido por los científicos sociales, de Tzvetan Todorov, titulado Los enemigos internos de la democracia, en donde comenta –después de haber vivido sus primeros 24 años bajo el yugo totalitario en Bulgaria y luego hecho la mayor parte de su vida en un país cuna de la libertad, como Francia– la vivencia siguiente:

En aquellos primeros años, la libertad para mí era el valor más querido. Doy un salto de 48 años, ahora, situado en la Europa de 2011, y lo que constato, con una mezcla de perplejidad e inquietud, es que la palabra libertad no siempre está vinculada a actitudes que comparto. Parece que el término –en la medida que el tiempo transcurre– se ha convertido en el nombre comercial de partidos políticos y liderazgos (es mío) de la extrema derecha, nacionalistas y xenófobos.  

A estas  agrupaciones políticas y mandos pertenecen entre otros: el Partido de la Libertad, en Holanda, liderado por Geert Wilders; el Partido Austríaco de la libertad que dirigió Jörg Haider hasta su muerte; la Liga del Pueblo de la Libertad, en Italia; en Ucrania, el Partido Nacionalista llamado Svoboda (Libertad), pero llegará a pertenecer también, a futuro en 2016, inspirada  en similares motivaciones, el ala más reaccionaria y conservadora del Partido Republicano en los Estados Unidos, liderada por esa mezcla personal de ignorancia y fanfarronería conocida  como Donald Trump.

Dos lecturas: un propósito

Todorov, reflexiona: En un primer momento creía que la libertad era uno de los valores fundamentales de la democracia, pero con el tiempo me di cuenta de que determinados usos de la libertad pueden suponer un verdadero peligro para la misma democracia.

Entonces, se hace la pregunta que nos hacemos todos los ciudadanos del mundo libre: ¿Será un indicio el hecho de que las amenazas que pesan hoy en día sobre la democracia proceden no de fuera, de los que se presentan abiertamente como sus enemigos, sino de dentro, de ideologías, movimientos, liderazgos y actuaciones que dicen defender sus valores?  

En un sentido similar, nos hablan Levitsky y Ziblatt (2018) en su libro Cómo mueren las democracias. Estos autores nos mueven a responder la pregunta que se hace Todorov: es muy posible que hoy estemos eligiendo en las urnas electorales aquellos que posiblemente terminarán por debilitar, deformar o descomponer, a futuro, la democracia.

No me cabe la menor duda de que ese es el gran drama que viven las democracias occidentales –y principalmente la estadounidense–: su implosión, aprovechando sus fisuras, para desfigurarla en su lectura, sus valores y la manera de ejecutarla so pretexto de su salvaguarda institucional y el resguardo de los sagrados intereses ciudadanos.

El pluralismo como clave del equilibrio

La clave de la democracia para su buen funcionamiento la constituye el pluralismo, que hace que el peso de su dirección no recaiga en una sola de las bases que sostienen el estado de derecho. Su peor enemigo –para Todorov– es la desmesura. No deben confiarse todos los poderes a una sola institución, menos aún en una sola persona. Los peligros inherentes a la idea de democracia proceden del hecho de aislar o favorecer uno de sus elementos.

Los griegos consideraban que el peor defecto de la acción humana era la hybris, la desmesura, la voluntad ebria de sí misma, el orgullo de estar convencido de que todo es posible. La virtud política por excelencia era lo contrario: la prudencia, la templanza.

Para Todorov, el reto de la democracia es mantener en equilibrio dos polos que, como podemos intuir fácilmente, tienden a repelerse. Usando su terminología:

El régimen democrático podemos definirlo mediante un conjunto de elementos que se combinan entre sí para formar una entidad compleja, en cuyo seno se limitan y se equilibran mutuamente, ya que, aunque no se oponen frontalmente entre sí, tienen orígenes y finalidades diferentes. Si se salta el equilibrio, debe sonar la señal de alarma.

Para facilitar la explicación práctica seguiremos la propuesta de Margaret Canovan (1999), que sostiene que el delicado equilibrio democrático depende de la convergencia del alma pragmática que le permite existir, es decir el modelo democrático en sí, y el alma redentora, que representa la facultad que tienen los gobernantes para mejorarla y hacerla perfectible. 

Cambia el mundo y también el equilibrio democrático

Nuevos hitos históricos: derrota del comunismo, revolución tecnológica y sus colaterales sobre los hábitos y las costumbres, y globalización de la economía, hacen que el alma pragmática de la democracia y el alma redentora, contradictorias y a su vez complementarias según Canovan, cedan ante las presiones de un nuevo tiempo, obligándolas a tensarse demasiado entre un helado tecnocratismo y un fogoso y arrogante populismo.

El frío tecnocratismo, en palabras de Quim Brugué, muy eficiente, pero congela la democracia. Una amenaza interna que llega acompañada de abundantes argumentos favorables y que encaja en la cultura política de la modernidad, pero al mismo tiempo se convierte en una bomba de relojería que hace estallar en mil pedazos el corazón democrático. Y estamos obligados a no olvidar, que en el corazón de la democracia es donde reside el alma ciudadana: no otra cosa que la política. 

Del otro extremo del péndulo, el desequilibrio hacia el alma redentora que abre las puertas al populismo, definido por Canovan como una apelación del pueblo tanto frente a las estructuras de poder establecidas como a los valores y las ideas sociales dominantes.

Alma pragmática y alma redentora

Estas dos almas, la pragmática y la redentora, han estado presentes, de distintas formas, a lo largo de toda la historia de los Estados Unidos y de las democracias modernas, desde la firma del borrador de Constitución firmado en Filadelfia, en 1787. 

Una nación que se pensaba sin ideología, sin privilegio, nueva, moderna y republicana, hizo de la virtud ciudadana un ejercicio indispensable y consolidador que mantuvo en equilibrio la democracia y que logró que la resolución de paradojas propias de toda democracia: igualdad vs desigualdad, virtud cívica vs corrupción, inclusión vs exclusión, particularidad vs universalismo, fueran aparentemente resueltas, trabajadas de soslayo o camufladas en la primera y única Constitución de ese país.  

El alma pragmática pulsaba por el mayor consenso posible para lograr un borrador de constitución que ordenara la vida política, social y económica de las colonias, y se logró. A pesar de que había temas espinosos, por solo citar uno, como el problema de la esclavitud. Cuando se sugirió la sola prohibición del comercio de esclavos, tres de los estados sureños, Georgia, Carolina del Norte y Carolina del Sur, amenazaron con abandonar la sesión. 

El alma redentora, sería encarnada en el republicano Abraham Lincoln, quien pagaría con su vida la abolición definitiva de la esclavitud. La Guerra Civil iniciada en abril de 1861, tendría su final con la victoria de las fuerzas de la Unión después de derrotar a los secesionistas del sur en 1865. Esta confrontación interna representó para los estadounidenses un aproximado de más de 620 mil víctimas y un alto costo económico en la reconstrucción del país; por supuesto bajo el pacto social mejorado, pero con la misma y única Constitución. 

En 1929, el alma pragmática de la democracia liberal fue desbordada por una crisis económica financiera de grandes magnitudes, que se originó con la caída de la Bolsa de Valores de Nueva York que provocó la caída de la renta nacional, los ingresos fiscales, los beneficios empresariales y los precios a nivel mundial y que, por supuesto, afectó el funcionamiento y la estabilidad del sistema democrático.  

El alma redentora sería en este caso el demócrata Franklin Delano Roosevelt, quien, con un programa económico conocido como el New Deal (el nuevo pacto), logró sacar de la crisis a la economía norteamericana y dar un fuerte impulso y una nueva vitalidad a la democracia, con la misma Constitución y sosteniendo el pacto liberal de progreso entre las dos principales fuerzas políticas estadounidenses.

La década del sesenta sería un momento especial de la historia de la democracia estadounidense, en que coincidieron el alma pragmática o institucional con el alma redentora, y en los inicios del gobierno de J.F. Kennedy, tristemente malogrado, el alma redentora de la democracia norteamericana tuvo uno de los periodos más florecientes de su historia, en el que un liderazgo colectivo de la sociedad civil, encabezado entre otros muchos, por Martin Luther King, también asesinado, se logra  la aprobación de la Ley de los Derechos Civiles de 1964, paradójicamente con el boicot de los demócratas, que aplicaron la técnica parlamentaria obstruccionista de  filibuster  durante 83 días para detener su aprobación.

La democracia norteamericana después de los noventa

Si bien es cierto que, institucionalmente, la democracia liberal estadounidense muestra una tendencia, con los nuevos paradigmas aparecidos en los noventa, hacia el tecnocratismo y el populismo como dos de sus enemigos internos, ya desde mucho antes la sociedad norteamericana presentaba signos de decadencia que anunciaban, según sugieren algunos expertos, la declinación del modelo de vida resultado de la consolidación institucional de esa democracia y el insurgir de una población con insuficiencias, reclamos de justicia, quiebres de expectativas, desconocimiento de la representatividad y de muchos de los valores democráticos. 

No es que el tecnocratismo y el populismo llegaron como caídos del cielo. Había algo que estaba fallando por parte de los responsables del alma pragmática y del alma redentora de la democracia. Ellos ayudaron a crear las condiciones para que hoy impere el tecnocratismo y reine el populismo de la peor extracción. Mostraron la incapacidad de la élite dirigente para provocar la redención de una sociedad que clama por un liderazgo redentor con la grandeza de Lincoln, de Roosevelt, de Kennedy, y un cuerpo de ideas a la altura de los tiempos, que recupere la confianza y la esperanza.  

Las reacciones que se provocaron en países bajo la órbita soviética, después de la caída del Muro de Berlín, con el resurgimiento de los nacionalismos étnicos y religiosos y que dieron origen, en 1991, a las llamadas guerras yugoeslavas, tenía que tener expresiones de otra o similar índole del malestar, en cuanto finalizó la Guerra Fría, también en Occidente.

Esos cambios crearon otra mentalidad y, con ello, no solo el renacimiento virulento de los nacionalismos, el desplazamiento de grandes masas de migrantes con o sin el beneplácito de los gobiernos y con ello las xenofobias, y la grave crisis, en cuanto al movimiento migratorio, que enfrenta Estados Unidos en estos momentos.

Revivió esa nueva óptica, sobre todo en Estados Unidos, la discusión sobre que en realidad es la cultura americana, el racismo, el multiculturalismo y la identidad de las minorías. El tipo de educación que en 1920 asumieron la mayoría de las universidades norteamericanas basadas en el programa de estudios conocido como Civilización Occidental –el cual había sido desarrollado a petición del Departamento de Estado como curso propedéutico para los soldados que iban a combatir en la Primera Guerra Mundial–, que incluía a los autores grecorromanos clásicos, la Ilustración francesa e inglesa y el Renacimiento italiano, a mediados de los ochenta, comenzó a ser objeto de una crítica feroz y desde entonces, “la guerra cultural” es en esencia el debate sobre los cursos de civilización occidental y su necesidad de ampliación y diversificación.

En las últimas tres décadas se desencadenó, de una manera alarmante, el alma redentora, pero no para hacer más diversa e inclusiva la educación o mejorar la maltrecha igualdad, que no termina de hacerse un valor cultural sin resistencia por una parte de los blancos; no para cambiar el injusto sistema electoral manipulable y discriminatorio, desde el famoso Gerrymandering; no para aceptar la condición ciudadana para las minorías sexuales, sino para reafirmar la clasista y excluyente nación de colonos y no multicultural, el desprecio a las minorías, la fobia a los inmigrantes y la consagración de la supremacía blanca.

 A manera de conclusión

La imagen que brinda la sociedad norteamericana y la primera de las democracias del mundo, no resulta hoy nada halagadora e inspiradora de la seguridad y la grandeza que exhibió las primeras tres décadas después de finalizada la Segunda Guerra Mundial. 

El país está desunido y, más que desunido, fragmentado y desgarrado por polémicas sin contenido, corroído por la duda y la incertidumbre y aturdido por la vocinglería de los portavoces del populismo más reaccionario.

Con el populismo del tipo Trump, para decirlo en palabras de Quim Brugué, el espacio democrático deja de ser un lugar de convivencia para convertirse en un campo de batalla, donde el ardor guerrero de los resentidos deja atrás la frialdad institucional de las élites.

El dirigente populista vive del clamor desesperado, agitado y estentóreo de los derrotados y del sabor amargo que deja el mal uso de la razón y el desate de los instintos más oscuros del ser humano. Los populistas se insinúan como los paladines de la democracia, la mejor mascarada, para ocultar su verdadero rostro tiránico.

Octavio Paz, en uno de sus últimos ensayos, titulado La Democracia Imperial, cuando a mediados de los ochenta el debate de la decadencia empezaba a tomar cuerpo en Estados Unidos, escribió: La sociedad estadounidense está dividida, no tanto verticalmente como horizontalmente, por el choque de gigantes y egoístas intereses. La imagen de Hobbes, del todos contra todos, se hace presente.

El remedio es recobrar la unidad de propósitos sin la cual no hay posibilidad de acción. La enfermedad de las democracias es la desunión, madre de la demagogia. El otro camino, el de la salud política, pasa por el examen de conciencia y la autocrítica: vuelta a los orígenes, a los fundamentos de la nación. En el caso de los Estados Unidos: a la visión de los fundadores. No para repetirlos: para recomenzar. Quiero decir: no para hacer lo mismo que ellos sino para, como ellos, comenzar de nuevo. Esos son, a un tiempo, purificaciones y mutaciones: con ellos comienza siempre algo distinto.  

Siento que fue el poeta Walt Whitman (1819-1892), autor de Hojas de Hierba y del célebre poema ¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! -escrito en honor a Abraham Lincoln después de su asesinato-, uno de los seres humanos que mejor expresó el espíritu libertario del alma estadounidense, en un compendio de ideas expresadas en diferentes momentos de su intensa vida y su versátil desempeño ciudadano:

A mi juicio, el mejor gobierno es el que deja a la gente en paz…No dejes que termine el día sin que hayas crecido un poco, sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños… Creo en la carne y en los apetitos, ver, oír, tocar… ¡Cuantos milagros! Y cada parte de mi ser es un milagro…Cuando conozco a alguien no me importa si es blanco, negro, judío o musulmán. Me basta con saber que es un ser humano…El que camina un solo minuto sin amor, camina amortajado a su propio funeral… No desfallezcas si no me encuentras pronto. Si no estoy en un lugar, búscame en otro. En algún lugar te estaré esperando… 

 Solo para la posteridad: Nunca sabrás cuánto le ha costado a mi generación preservar tu libertad. Espero que la aproveches bien. John Quincy Adams.

Leon Sarcos, enero 30 de 2024