
Cuando el 24 de enero de 1948, a casi tres años de terminada la Segunda Guerra Mundial, ahorcaron en Polonia a María Mandel, pronto se cumplirán setenta y siete años de aquella ejecución y siempre es bueno recordar un acto de justicia que ayuda a que el mundo viva un poco mejor, también se perdió la posibilidad de descubrir, si ese hallazgo servía para algo, la magnitud, la hondura y el alcance de su alma mutilada. Mandel, a quien llamaron “La bestia de Auschwitz”, fue la oficial nazi de tres campos de concentración, el de Ravensbrück, el de aquella fábrica de la muerte que fue Auschwitz y el de Mühldorf, una filial del campo de concentración de Dachau, adonde llegó cuando la guerra ya estaba perdida para Alemania, y cuando los nazis intentaban borrar la dimensión del genocidio que habían llevado adelante en nombre de una raza superior.
Por Alberto Amato | Infobae
A Mandel se la responsabiliza de haber enviado a la muerte a más de quinientas mil personas, de haberse encargado, sólo movía un dedo a la derecha o a la izquierda, de enviar a las cámaras de gas de Auschwitz o de destinarlos al trabajo forzado, a las miles de personas que llegaban a diario, la mayoría judíos deportados de los territorios europeos ocupados por los nazis. También participó de espantosas torturas, de increíbles experimentos médicos que costaban la vida de los prisioneros sometidos por la fuerza a indecibles pruebas humanas. Los testimonios denunciaron que también se excitaba con el sufrimiento y, sobre todo, cuando ella misma era quien aplicaba los tormentos. La responsabilizaron de haber enviado a las cámaras de gas a las embarazadas que llegaban a Auschwitz y pasaban apenas minutos entre la tan temida “Die Rampen”, que funcionaba al final de los andenes, hasta la inmediata eliminación en las cámaras de gas. A Mandel la vieron ahogar a recién nacidos en cubos de agua, someter a la esclavitud a chicos y adultos hasta que se hartaba de ellos y ordenaba eliminarlos. Y todo, y más, lo hizo Mandel con la tranquilidad y acaso la jovialidad con la que se despliega la perversión brutal cuando la ampara la impunidad.
Este trozo de escoria humana, sin embargo, alguna vez fue una chica bella y locuaz. Acaso con su alma mutilada, pudo ser otra cosa. Hubiese sido raro, pero pudo ser. Si es que no nació con el alma mutilada, es imposible y en cierto modo frustrante, intentar descubrir cuando y por qué un ser humano que se convierte en un torturador que se excita frente a la carne lacerada, un asesino impiadoso que exhibe una escalofriante sangre fría, un emperador del mal en un reino de horror como era un campo de prisioneros, un ser humano que jamás, mientras duró su enorme poder, mostró un gesto de agobio, de pena, de arrepentimiento. También es verdad que bucear en semejante personalidad es fatuo e inútil.
Mandel había nacido el 10 de enero de 1912 en la ciudad austríaca de Münzkirchen, en la Alta Austria y no lejos de la frontera con Alemania. Fue la menor de cuatro hermanos, los tres mayores varones, de un matrimonio de artesanos: el padre era zapatero y la madre llevaba adelante un pequeño negocio de herrería. Su condición de única mujer entre cuatro hermanos, la convirtió en una chica mimada y consentida, de caprichos escasos, todos satisfechos, y de cierto encanto personal. Popular en su escuela, con un buen dominio del lenguaje, educada en la religión católica, acompañaba siempre a su familia a la misa dominical.

Cuando terminó sus estudios medios, pasó a lo que en Alemania se llamaba “Bürgerschule”, centros de formación para jóvenes que querían dedicarse al comercio o a las artesanías. Belleza, simpatía, locuacidad, que le serían útiles en el nazismo ya convertida en “La Bestia de Auschwitz”, la ayudaron también a llevar adelante aquellos difíciles años de tránsito entre la adolescencia y la juventud. A los diecisiete años, algo ya se había roto en su persona: se enfrentó con terrible dureza con su madre (nunca trascendieron los motivos) y fue expulsada del hogar al que jamás regresó. Empezó entonces a deambular por el mundo laboral alemán, en aquellos años terribles que marcaron el final de la República de Weimar y el advenimiento del nazismo. El padre la cobijó por un tiempo en el negocio familiar, pero Mandel fue de fracaso en fracaso: cocinera en Suiza, empleada en un mercado, dependiente en un almacén, nada. Ya con el nazismo en alza, fue empleada de correos de donde fue despedida por no simpatizar lo suficiente, o por no expresar sus simpatías, con las ideas nacionalsocialistas. Mandel se iba encargar desde ese día de ser una nazi fiel y dedicada.
Era ya una mujer cuando, a los veintiséis años, encontró su mal destino. En 1938, cuando ya la guerra era inminente y Adolf Hitler ensayaba su papel de rey de Europa, Mandel entró, por recomendación de un familiar, en el centro de prisión de Lichtenburg, en Sajonia, que era a la vez cárcel e instituto de enseñanza para guardiacárceles. Mandel fue el mejor promedio de entre cincuenta mujeres, considerada por sus profesores y en el punto de atención de los líderes nazis que empezaban a buscar guardiacárceles para los campos de concentración que ya existían en Alemania, y que luego se multiplicarían en el este de Europa.

En 1939, después del estallido de la guerra con la invasión alemana a Polonia, Mandel fue a parar al campo de Ravensbrück, a noventa kilómetros de Berlín, que en principio fue destinado solo a mujeres. Recién en 1941 albergaría las barracas destinadas a prisioneros varones. Fue en Ravensbrück, Puente de los Cuervos en alemán, donde Mandel exhibió su brutalidad y su sadismo. El campo obligaba a las prisioneras a trabajar en la industria armamentista alemana, pero era tal la cantidad de mujeres que llegaban cada día, que la eliminación de gran parte de ellas en las todavía incipientes cámaras de gas era también una rutina diaria.
Allí se llevaron a cabo experimentos médicos y ginecológicos sin ningún tipo de higiene y, en muchos casos sin erudición, entendimiento o previsión, mucho menos sensatez, en la aplicación de los principios médicos. Los nazis provocaron centenares de abortos, ensayaron inyecciones destinadas a eliminar la menstruación, provocaban heridas que suturaban en carne viva y sin anestesia para igualar las condiciones de un combate, entre otras espantosas prácticas supuestamente científicas. Los cálculos dicen que cincuenta mil mujeres murieron en esos experimentos y cerca de tres mil fueron asesinadas en las cámaras de gas.
Fue en Ravensbrück donde descolló Mandel. Sorprendió a sus jerarcas por su frialdad y sus técnicas de castigo a los prisioneros. No toleraba que la miraran a los ojos: quien lo hacía, era enviado a la muerte. Mandel de eso hizo un juego sádico. Era capaz de pasar horas de pie, frente a un prisionero que estaba condenado a no mirarla; también ordenaba asesinar al recién llegado que enfrentara sus ojos en el playón ferroviario donde Mandel decidía quién vivía y quién era enviado a las cámaras de gas.
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