
Un teatro del absurdo, embajada asediada, asilados convertidos en rehenes, el oficialismo jugando al desgaste y la comunidad internacional que finge no ver, ciega y sorda. La misión argentina en Venezuela se ha convertido en un escenario de presión y hostigamiento, mientras la diplomacia, dada a pronunciamientos solemnes y oficios pomposos cuando le conviene, opta por mutismo selectivo y sordera inexplicable.
Los perseguidos políticos están atrapados en un limbo jurídico, mientras las autoridades locales despliegan su creatividad para hacerles la vida imposible sin que, parezca una violación flagrante de los tratados internacionales. 2024 transcurrió entre advertencias diplomáticas sin consecuencias y evasivas calculadas. 2025 inicia con la misma realidad insoportable, el recinto lleva un año acorralado, en clara contravención de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas y Declaración de Caracas. Hostigamiento, vigilancia constante, un cerco que la convierte en prisión. Y lo más alarmante, un año de silencio internacional.
La hipocresía, no escatima en cartas protocolares enérgicas y declaraciones grandilocuentes, ha optado por débiles murmullos y frágiles susurros. Son venezolanos los asidos en la misión diplomática, privados de su derecho al asilo por un régimen que se burla sin complejos de la comunidad internacional. Las dictaduras no solo persiguen a sus opositores dentro de su territorio; ahora imponen su voluntad en las delegaciones extranjeras, confiadas que no enfrentarán consecuencias reales.
Este caso es un escándalo que debería sacudir a cualquier cancillería con un mínimo de pundonor por el derecho internacional. Sin embargo, la respuesta ha sido y aun es patética, tímidos pronunciamientos, declaraciones vacías y ninguna acción concreta.
No es la primera vez que una embajada es convertida en un campo de batalla por la impunidad de un régimen. En 1979, Irán tomó por asalto la embajada de Estados Unidos en Teherán, reteniendo a 52 diplomáticos como rehenes durante 444 días. En 2019, la embajada de Venezuela en Washington fue tomada por activistas, lo que generó una respuesta inmediata. En 1980, las fuerzas de seguridad británicas intervinieron para liberar a rehenes en la embajada de Irán en Londres tras un asalto de militantes armados. En 1996, en Perú, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru tomó la residencia del embajador japonés en Lima, secuestrando a cientos de personas, lo que desencadenó un operativo militar sin precedentes. En todos estos casos, la reacción internacional fue inmediata. ¿Por qué ahora el mundo elige callar?
¿Qué hace falta para que este atropello genere una respuesta firme? ¿Cuántos meses más deben pasar para que se reconozca lo evidente? No es un problema diplomático menor ni un incidente aislado. Es la confirmación de que, si el mundo cede ante la arbitrariedad, ilegalidad y atropello, el derecho internacional se reducirá a ficción decorativa.
Es hora de que las democracias actúen, exijan justicia y presionen hasta que se entienda que un recinto diplomático no puede ser secuestrado sin consecuencias. Cada día que pasa sin respuesta contundente es una rendición. Y lo que está en juego no es solo la vida de los asilados, sino el principio mismo del derecho de asilo. Un año es demasiado. El silencio ya no es solo cobardía; es complicidad.
¿Será que la diplomacia ha descubierto placer en la discreción o hay causas que no merecen atención? El silencio es una forma de tomar partido. El sigilo y la mudez escandaliza, indigna y ofende. Este vergonzoso suceso no puede ni debe convertirse en precedente aceptable. Si se permite sin secuela, se abre la puerta para que esta práctica se normalice en cualquier rincón del mundo, erosionando principios de la justicia universal y protección de los perseguidos políticos. Lo que hoy se tolera en Venezuela, mañana se replicará en otras latitudes.
Si esto ocurriera en Europa, los embajadores habrían sido retirados y la condena sería unánime. Pero cuando la víctima es una nación latinoamericana y el verdugo es un régimen aliado de otros autoritarios, la indignación se administra en dosis homeopáticas, sin que nadie se atreva a llamar las cosas por su nombre.
La embajada, es territorio inviolable según jurisprudencia reiterada, que ha sido convertida en una cárcel sin barrotes, mientras la dictadura decide quién entra y quién sale, los guardianes de la legalidad internacional apenas pestañean. Argentina se queja, sus aliados susurran, murmurando en voz baja, midiendo cada palabra como si denunciar lo obvio pudiera desatar un cataclismo.
No hay eufemismos, esto es persecución, acoso diplomático. Y lo más grave, que las democracias lo permitan sin más respuesta que una tímida expresión de «preocupación». ¿De qué sirven convenciones y tratados si quienes los firman lo utilizan como papel higiénico? Si el respeto a la soberanía significa dejar que el abuso se normalice, es hora de reescribir las reglas.
@ArmandoMartini
