Se acaban de cumplir 36 años de los sucesos de “El Caracazo”, ocurridos los días 27 y 28 de febrero de 1989.
Aún así, se trata de un capítulo de la reciente historia venezolana que no se ha clarificado lo suficiente. Alrededor de él se han producido diversas teorías e interpretaciones, sin que todavía surja una que defina cabalmente sus motivaciones y protagonistas, aunque ya se han aclarado sus terribles consecuencias. No deja de ser capciosa esta circunstancia, desde luego.
Como se sabe, tan sólo 25 días después de haber tomado Carlos Andrés Pérez posesión de la Presidencia de la República, se produjeron en Caracas y en algunas zonas aledañas manifestaciones y saqueos violentos, con milmillonarias pérdidas económicas y sobre todo pérdidas humanas, con centenares de muertos y desaparecidos, así como miles de heridos y detenidos. Se dijo entonces que los sucesos fueron motivados por aumentos de las tarifas del transporte y el precio de la gasolina.
Por desgracia, al perder tempranamente las fuerzas policiales el control del orden público -lo cual tuvo causas que hoy en día tampoco se han aclarado-, el gobierno de CAP resolvió utilizar al ejército, que, como se sabe, no debe ser empleado en este tipo de contingencias internas. A sangre y fuego, en todo caso, los militares controlaron la situación luego de varios días de combate, pero con un saldo trágico de víctimas, muchas de ellas inocentes, cruelmente atrapadas en aquel tráfago de muerte y dolor.
Hubo innumerables violaciones a los derechos humanos, según denunciarían posteriormente las organizaciones no gubernamentales del ramo e, incluso, se habló de ejecuciones sumarias, de “razzias” incontrolables en barrios y urbanizaciones, así como de ametrallamientos indiscriminados contra humildes familias en sus propias viviendas. Y todo ello sin hablar de los desaparecidos. En definitiva, aquello fue toda una tragedia nacional, como nunca antes seguramente se había visto en nuestro angustioso devenir histórico.
La primera interpretación de tales hechos sostenía que se habían producido de manera espontánea, sin ningún liderazgo conocido y organizado. En abono a esta teoría se ha señalado que Venezuela era una olla de presión en aquel momento como consecuencia de la acumulación de graves problemas sociales y económicos en las últimas décadas, entre ellos, el crecimiento de la marginalidad, el alto costo de la vida, el auge de la delincuencia, la creciente inflación, así como el grave deterioro de los servicios públicos, la ineficiencia gubernamental y la galopante corrupción a todos los niveles. Por supuesto que aquella crisis hoy resulta minúscula, si se la compara con la actual debacle que padecemos los venezolanos.
Podría haber sido cierta esa posibilidad de que “El Caracazo” surgiera espontáneamente, pero también pudiera ser válida la argumentación en contrario, sobre todo porque una “espontaneidad” como aquella no era tan fácil que pudiera producirse. Todo movimiento social o político requiere de un liderazgo que lo dirija o, al menos, de una vanguardia que lo encabece, tal como lo ha registrado la historia casi siempre. Pensar que tales disturbios no tuvieron autores intelectuales resulta difícil de imaginar.
Hay que señalar, igualmente, que aquella reacción popular estuvo reducida a una parte del oeste de Caracas y ciertas zonas cercanas, pues el resto del país y las más importantes ciudades no se sumaron a esa eclosión capitalina, ni siquiera porque la televisión nacional mostró los saqueos “en vivo y en directo”. Esta circunstancia pudo haber facilitado la acción de quienes aparentemente promovieron tales hechos, si así hubiera sido el caso.
A estas alturas, insisto, no hay nada claro al respecto, aunque el chavismo desde siempre ha reivindicado “El Caracazo” como si hubiera sido una acción suya e, incluso, hace pocos días, al celebrar otro aniversario del infausto suceso, la cúpula del régimen insistió al respecto como una demostración de lo que serían capaces de hacer sus huestes si alguien osara enfrentarlos.
En todo caso, cinco días después, la calma volvió a Caracas pero a un costo humano, social, político y económico muy grande. La ciudad capital semejaba un gigantesco basurero, un auténtico escenario de guerra, en medio de olores putrefactos y de una gran tristeza. De un sitio a otro, familias enteras buscaban desesperadamente a padres, hijos, esposos, esposas y amigos desaparecidos en aquellos turbulentos días.
Por si fuera poco, el desabastecimiento alimentario golpeó entonces a los ya aterrados habitantes capitalinos, en virtud de la casi absoluta falta de provisiones. Por supuesto que toda esta difícil situación estaba acompañada de brotes especulativos por parte de comerciantes y traficantes inescrupulosos. El transporte colectivo tardó varios días en normalizarse, así como las labores de aseo urbano y mantenimiento de la metrópolis. Los organismos de seguridad fueron declarados en emergencia ante aquel cuadro dramático de establecimientos, locales y centros comerciales saqueados, destruidos o incendiados.
El trauma psicológico experimentado por los venezolanos, a propósito de todos estos hechos de violencia, no sería superado fácilmente. El miedo y la desconfianza entre unos y otros se convertiría, a la postre, en un complejo colectivo que no se esfumaría tampoco rápidamente con el tiempo.
Aún hoy, 36 años después, no están claras las causas de aquel suceso que siguen siendo un enigma histórico. Y esta debería ser la vertiente para analizar ese fenómeno, calibrar su influencia posterior y estudiar sus innegables consecuencias sobre la historia venezolana de las últimas décadas.