“Itaca
Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.” Konstantino Kavafis
En “Regreso a Itaca”, una película de Laurent Cantet escrita por Leonardo Padura, la historia se desliza, lenta y amarga, entre las sombras de un pasado que persiste como una herida abierta.
Ítaca resuena en la memoria colectiva como un lugar lejano y a la vez cercano, inalcanzable, pero profundamente humano. Es la isla de “La Odisea” de Homero, obra fundamental que nos habla de lo que somos, de lo que hemos sido y de lo que, tal vez, nunca seremos. En la imaginación, Ítaca es mucho más que un punto geográfico; es el hogar de Odiseo y, al mismo tiempo, el destino al que todos aspiramos: un fin y un principio, un cierre y una apertura, paz tras la tormenta.
En la historia de Homero, Ítaca representa el anhelo de regreso. Tras vagar por mares desconocidos, luchar con monstruos, dioses y su propio destino, Odiseo desea volver a su hogar. Pero al mismo tiempo, Ítaca simboliza la lucha constante y las pruebas de la vida. El regreso nunca es fácil, y la travesía, más que el destino, es lo que define al ser humano. La travesía de Odiseo es nuestra travesía: la lucha por encontrar un lugar que nos dé sentido, por alcanzar la paz tras la experiencia desgarradora.
Ítaca no solo aparece en la antigua Grecia. En la literatura y la filosofía modernas, la isla ha adquirido una nueva forma, convirtiéndose en una metáfora de la búsqueda del sentido de la vida. Ya no es solo un territorio en el mapa, sino la meta del viaje existencial: alcanzar Ítaca es llegar a un punto donde todo tenga sentido. Sin embargo, como bien señala cualquier viajero, el sentido no está solo en la llegada, sino en el camino. Kavafis, en su poema “Ítaca”, lo dice claramente: “Que el viaje sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias”. Para Kavafis, Ítaca no es solo un destino concreto, sino la promesa de que el viaje mismo, con todos sus riesgos y obstáculos, es lo que nos constituye, lo que nos transforma. Ítaca es la meta, pero también el proceso de hacerse y deshacerse una y otra vez a lo largo de la vida.
La figura de Ítaca ha dejado de ser, hace ya mucho, una isla concreta, un punto en el mapa, para convertirse en algo mucho más grande, casi intangible: una idea, un símbolo que refleja no solo las aspiraciones de los hombres, sino también sus dudas, sus frustraciones, sus pequeñas victorias y sus derrotas.Ítaca es el lugar al que todos aspiramos, esa meta a la que siempre nos dirigimos, pero que se aleja a medida que nos acercamos. Es un espejismo que se disuelve en el horizonte, un sueño que se desvanece cuando creemos haberlo alcanzado. En ese mismo alejamiento, en esa constante huida del objeto deseado, se encuentra la clave de su verdadera naturaleza. Porque lo que da valor a Ítaca no es llegar a ella, sino precisamente la persecución, el trayecto, la búsqueda interminable.
Y eso es lo que, de algún modo, nos impulsa a seguir adelante, a no rendirnos, a persistir en la travesía, aunque sepamos que la isla nunca será como la imaginamos. Al final, la verdadera Ítaca no está en el destino, sino en el camino recorrido, en las huellas que dejamos en la memoria, en los pasos dados, en saber que, mientras tanto, hemos vivido. Ese es el motor que nos mueve, el consuelo que nos permite enfrentar el desgarro de la vida, porque siempre sabemos que lo importante no es tanto dónde terminamos, sino cómo llegamos allí, y sobre todo, si llegamos a ser quienes somos en el trayecto.
Este parece ser el núcleo de la idea que da origen a la película de Canet y Padura. No es simplemente un regreso físico, ni siquiera un retorno a un lugar en concreto. Es la evocación de una Ítaca que ya no existe en el sentido tradicional, que ha sido transformada por el tiempo, por el exilio, por las promesas rotas. Es un retorno emocional, existencial, a lo que una vez fuimos, o a lo que soñamos ser. Y en ese retorno, en ese proceso de enfrentarse al pasado y a sus fantasmas, está el verdadero sentido de la travesía: del haber regresado de Amadeo, no en el puerto de llegada, sino en la necesidad de seguir buscando, de seguir adelante. Porque, al fin y al cabo, lo único que permanece es la búsqueda misma.
El Eco del Miedo
En la película, Itaca es la metáfora de la Isla, del regreso a Cuba, donde cinco amigos se reencuentran en una azotea habanera al atardecer para celebrar la vuelta de Amadeo, después de dieciséis años de exilio. La imagen del sol cayendo sobre La Habana, una ciudad que ya no es la misma, pero que guarda en su piel el eco lejano de lo que fue, se convierte en el telón de fondo de una conversación que va del anochecer al amanecer. Hablan de sus recuerdos, de sus decepciones, de los años que se les escaparon entre los dedos. El exilio, sí, pero sobre todo un regreso; no solo físico, sino emocional, porque regresar a casa nunca es solo un regreso al lugar, sino a un tiempo: al tiempo de quienes fueron, al tiempo de las promesas rotas y las luchas perdidas.
El regreso a La Habana es un retorno a una ciudad que, aunque alterada, aún conserva la huella de lo que alguna vez fue, un testigo mudo de las vidas que allí florecieron, pero que también fueron quebradas. Y es en ese espacio, entre la memoria y la realidad, donde el miedo se cuela en cada palabra, en cada gesto, en cada silencio. Un miedo que no se desvanece con los años, que permanece como una sombra, inmutable. Durante décadas, bajo el peso asfixiante de la dictadura, esos hombres aprendieron a temer, a vivir con ese miedo grabado en su piel, como una marca indeleble.
Aldo, el más comedido de los cinco, el que menos se atreve a señalar, el más “conforme” con su destino pero que quizá es el más consciente de lo que representa su silencio, dice una frase que resuena como un diagnóstico de todo lo vivido: “Nos sembraron el miedo en la sangre”.No está hablando solo de una sensación, sino de una experiencia colectiva, de una herida que se cultivó con paciencia, como una planta que se riega y se deja crecer hasta ser imparable. Ese miedo, como una semilla cuidadosamente plantada, fue el verdadero producto de años de dictadura. Se quedó allí, flotando, como un perfume invisible que nunca se puede exorcizar.
Es ese miedo el que convierte el reencuentro en algo más que un simple encuentro entre viejos amigos. Es un enfrentamiento con lo que fueron, con lo que dejaron de ser, con lo que el miedo les permitió ser y, lo más terrible, con lo que nunca pudieron llegar a ser. El miedo no desaparece nunca del todo. Se esconde en las sombras del alma, esperando, paciente, la oportunidad de resurgir. Y esa es la verdadera tragedia: la que no se ve, la que no se toca, la que se lleva dentro.
Ítaca: El Regreso Infinito
El regreso a Ítaca es una de esas frases que, al igual que una imagen lejana, se va llenando de significado con el tiempo, de forma lenta, como una herida que, al cicatrizar, revela más de lo que pretendía ocultar. No es simplemente un regreso físico, como el de Ulises a su isla natal, sino algo más complejo, más profundo: un retorno simbólico, existencial, a ese lugar que se convierte en el centro de todos los deseos, aunque a veces parezca inalcanzable, como una luz al final de un túnel. Ítaca no es solo una isla, es el lugar al que todos, en algún momento, aspiramos regresar, aunque sepamos que nunca lo haremos de la misma manera.
Ese regreso no es sencillo ni directo, como pensaría cualquiera que se asome a la historia de Ulises. No se trata solo de superar los monstruos del camino o las tentaciones que nos desvían, sino de enfrentarse a un sinnúmero de sombras que nos acompañan: las amenazas de un régimen, personificadas en la implacable Gladys, esa agente del régimen que, como tantos otros, se presenta como la voz del “hombre nuevo”, la sombra de un mundo que, a fuerza de imposiciones, quiere transformar lo que somos. Y, sin embargo, no es solo esa amenaza lo que deja marca; también lo es el dolor más íntimo, el cáncer de Angela, su esposa, que con su lento, inexorable avance revela lo que realmente importa, lo que se pierde irremediablemente.
Está también la mentira, esa necesidad de esconder la verdad a Rafael, porque, ¿quién no ha sentido alguna vez que la verdad no es más que un fardo demasiado pesado para cargar? Y, sin embargo, todo eso es solo parte del viaje. En medio de esas tormentas, esos monstruos reales e imaginarios, aparece Fela, la madre de Aldo, cuya presencia se hace de pronto tan reconfortante, como un refugio del mundo. Su voz, esa mezcla de sabiduría y dulzura, resuena en el aire, recordándonos lo que, tal vez, hemos olvidado: que “la amistad”, en su forma más pura, “es un privilegio”, y que, más allá de todos los conflictos y las tormentas, hay algo en lo que siempre podemos apoyarnos.
Ítaca es todo eso: un lugar idealizado que no existe como tal, pero que vive en nosotros. Un regreso que es tanto físico como emocional, que no se trata solo de llegar a un destino, sino de reconciliarse con el camino. El regreso a Ítaca es, en el fondo, un regreso a uno mismo, un retorno a lo que hemos sido, lo que hemos perdido y, a veces, lo que aún podemos encontrar. Y es esa mezcla de esperanza y resignación la que nos acompaña siempre, como una sombra que se niega a desaparecer.
En la obra de Homero, Ítaca es mucho más que un punto en el mapa: es la esencia de la búsqueda, sin duda, la búsqueda del Amadeo de Canet y Padura. El regreso no es solo un retorno a la seguridad de casa, sino a uno mismo, a la esencia que se pierde entre las batallas y los desengaños. Y ahí radica la paradoja: Ítaca no es tanto la meta, sino la luz que guía a través de las sombras, las que pueden devolverle a Amadeo su capacidad para escribir, perdida en su desarraigo. El regreso no es una acción concreta ni un final claro; es una forma de mirar, un reconocimiento de que todo lo vivido, incluso las pérdidas y desilusiones, ha sido necesario para entender lo que realmente importa.
¿Qué sucede cuando llegamos finalmente? El regreso a Ítaca, según la literatura moderna y las reflexiones filosóficas, está marcado por la dificultad de reconciliar lo que se ha dejado atrás con lo que se encuentra al volver. Las expectativas y la idealización del retorno pueden chocar con la dura realidad del presente. Lo que se encuentra al final del viaje no siempre es lo soñado. La Ítaca de Ulises está llena de sorpresas y desilusiones. El regreso a casa, en realidad, no es lo que muchos piensan: no es una victoria fácil, ni un cierre feliz. No hay ni aplausos ni grandes gestos, solo el retumbar sordo de los días que siguen, cada uno parecido al anterior, cada uno marcado por las mismas pequeñas batallas que nos aguardan. Es una vuelta a la normalidad, esa normalidad que no tiene nada de gloriosa y mucho de repetitiva, de cotidiana. Y en esa normalidad, las personas siguen siendo lo que son, con sus rabias y sus certezas, con sus mentiras y sus verdades a medias. Tania, por ejemplo, sigue allí, con su crítica recia, casi feroz, que parece querer demostrar que nada ha cambiado, que nada debe cambiar. Rafael sigue guardando secretos, porque, aunque no lo diga, hay cosas que no sabe cómo compartir, cosas que no quiere compartir. Eddy, en cambio, parece no haber cambiado en absoluto: su simpatía, sus ganas de vivir, la energía que destila sin darse cuenta. Aldo es, por supuesto, el mismo, sincero hasta la ingenuidad, siempre buscando esa verdad que, tal vez, nunca llega. Y Amadeo, por último, con su pretensión de regresar para quedarse, sin comprender que la casa, como la vida, ya no es la misma, que nada se queda quieto, que todo se va transformando, aunque a veces no queramos verlo.
Sin embargo, es precisamente en esa normalidad donde se encuentra la verdadera grandeza de Ítaca. No en los héroes que la alcanzan, sino en los que se quedan, en los que viven con la esperanza de su regreso, en los que no dejan de esperar, de soñar, de resistir. El regreso a Ítaca no es solo un retorno a un hogar, sino una afirmación de que, incluso en la incertidumbre, en el desamparo, en las noches oscuras del alma, existe una fuerza que nos mantiene en marcha, nos obliga a continuar y nos recuerda que la verdadera Ítaca está en el viaje mismo, no en el final.
Al final, el regreso a Ítaca se convierte en algo más profundo que una simple cuestión de espacio. Es una reflexión sobre lo que realmente significa llegar a casa, sobre lo que verdaderamente se busca al regresar, y sobre cómo el retorno puede ser solo una parte del ciclo infinito de la vida, en el que siempre estamos regresando y siempre estamos partiendo. Y eso es lo que hace de Ítaca un símbolo tan universal: no es un lugar, no es un destino, sino la manifestación de nuestra constante necesidad de pertenecer, de entender y de volver a nosotros mismos: romper el miedo, en el caso de Amadeo.
Entre Héroes y Víctimas
Los griegos, que entendían la vida de una manera que nos resulta ajena pero profundamente cercana al mismo tiempo, sabían algo que muchos hemos olvidado: el miedo está, de alguna manera, en todo. Desde las primeras líneas de la “Ilíada“, Homero no se limita a hablarnos de la valentía de sus héroes, sino que también, con una sutileza que apenas percibimos, nos deja claro que el miedo es un compañero inseparable, tan humano como la fuerza con la que se baten en el campo de batalla. Y no es solo el miedo del cobarde, el que se esconde en el rincón del miedo físico; es el miedo del héroe, aquel que, pese a todo, se enfrenta a su destino. “El miedo se apodera de todos, tanto del hombre valiente como del débil”, dice Homero, y en esas palabras se encierra una verdad tan universal que sigue vigente, más de dos mil años después.
La mitología griega, esa especie de otra realidad donde todo tiene un doble sentido, entiende el miedo como algo fundamental. En Fobos, hijo de Ares y Afrodita, vemos no solo a un dios que representa el temor en la guerra, sino también ese pavor irracional que se apodera del alma humana. “Donde está él, la valentía huye“, escribirá Platón, y al hacerlo, nos habla de una paradoja: el miedo nos debilita, pero, a veces, nos hace más valientes. A veces, nos empuja a la lucha, otras nos lleva a la sumisión. En los mitos, como en la vida misma, no existe una línea clara entre lo que nos convierte en héroes y lo que nos convierte en víctimas.
Pero el miedo en los clásicos no se limita a la batalla o al terror de lo desconocido; es mucho más complejo. En la Ilíada, los guerreros no solo temen morir, sino que temen el sufrimiento, el dolor, la humillación. Sin embargo, ese miedo no los paraliza. En lugar de desmoronarse, lo enfrentan, y a veces incluso lo desafían, como nos enseña Homero: “No hay mayor gloria que la que se alcanza al enfrentarse al miedo”. El miedo, pues, no solo es una respuesta a la muerte, sino a la fugacidad de la vida misma. Lo único que puede hacer el hombre ante la muerte es abrazar su destino, y hacerlo con valentía.
En las tragedias, el miedo se transforma. En “Edipo Rey” de Sófocles, el miedo ya no es solo físico, no es el miedo a la muerte, sino el miedo a la revelación, a saber lo que uno es, lo que uno ha sido siempre, aunque nos hayamos negado a verlo. Edipo no teme la muerte; teme descubrir que su vida, que él creía en sus manos, estaba predestinada a un final trágico. “¡Oh, los que yo amaba tanto, los que ahora aborrezco!”, grita, y en esas palabras se encuentra el verdadero horror: el miedo a conocer la verdad, esa que no cambia, que nos despoja de la ilusión de control sobre nuestra existencia.
En “Medea” de Eurípides, el miedo se torna emocional y psicológico. Aquí, no es la muerte la que aterra, sino la traición, el abandono. Medea, en su desesperación, transforma su miedo en ira, en odio, y es ese miedo el que la lleva a cometer actos que desafían nuestra comprensión. Eurípides, con su agudeza, nos muestra cómo el miedo puede distorsionar hasta la esencia misma del ser humano, haciéndonos perder todo vestigio de racionalidad. “Lo que el miedo no puede vencer, la ira lo hace”, dice Medea, y con esas palabras se abre una puerta al abismo.
En la filosofía griega, el miedo es considerado un obstáculo. Platón, en su “República”, lo ve como una irracionalidad que debe ser superada para alcanzar la virtud y la sabiduría. “El verdadero sabio no teme nada”, dice, como si fuera tan fácil, como si el miedo fuera algo que puede ser dejado atrás con un simple gesto de voluntad. Los estoicos, en cambio, nos enseñan a aceptar el miedo, a comprenderlo, a dominarlo, pues “lo que no depende de nosotros, no debe hacernos temer”, diría Epicteto. Los griegos, al fin y al cabo, no veían el miedo como una debilidad; lo entendían como una fuerza que define nuestra humanidad, una emoción compleja que debe ser comprendida, no rechazada.
Al final, lo que los griegos nos legaron no fue solo una imagen del miedo como algo a evitar, sino como algo que nos da forma. El miedo, en sus diferentes formas, no solo nos limita; también nos define. Nos recuerda nuestra fragilidad, nuestra humanidad, y en esa fragilidad, tal vez, está nuestra única posibilidad de trascender.
El Miedo como Herramienta de Control y Obstáculo a la Libertad
El miedo ha sido siempre una constante en la vida humana, tanto como herramienta de control como un impulso profundo en la psique individual. Según el marco teórico que lo aborde, el miedo adquiere distintas formas, pero en todos los casos se presenta como un factor esencial que modela tanto las decisiones políticas como la estructura mental del individuo.Su análisis tiene relevancia para comprender la condición humana.
Hannah Arendt, una de las grandes pensadoras del siglo XX, reconoce que el miedo no solo es una respuesta emocional individual, sino que también es una herramienta central en el dominio político que afecta a la libertad y la acción política, que como una fuerza colectiva puede moldear el destino de las sociedades. Arendt entiende el miedo, destacando su relación con la libertad y el totalitarismo, a partir de algunas de sus obras más significativas: “Los orígenes del totalitarismo” y “La condición humana”.
Para Arendt, el miedo no es simplemente un sentimiento personal, sino una condición política. En su reflexión sobre los totalitarismos del siglo XX, especialmente en “Los orígenes del totalitarismo”, ella subraya cómo los regímenes totalitarios logran instaurar un sistema de terror que paraliza a la población: “el totalitarismo no destruye tanto a los hombres, como lo hace con la capacidad de actuar de los hombres”. En este contexto, el miedo se convierte en una herramienta fundamental del poder totalitario, un instrumento que no solo suprime la acción política, sino que impide incluso la posibilidad de imaginar una realidad diferente. El miedo disuelve el espacio público, haciendo que los individuos se conviertan en seres aislados, incapaces de compartir opiniones o de actuar en conjunto.
El miedo, entonces, se presenta como un fenómeno que trasciende lo individual para transformarse en un mecanismo de control social. En la misma obra, Arendt explica cómo los totalitarios crean una atmósfera de desconfianza permanente, lo que lleva a los individuos a ser siempre conscientes de su vulnerabilidad. “El terror totalitario destruye la confianza, destruye la relación entre los hombres, y así, destruye la libertad” (Arendt, 1951).En este sentido, el miedo no solo es el medio por el cual los regímenes totalitarios mantienen su poder, sino también un síntoma de la pérdida de lo que Arendt considera esencial para la política: la acción conjunta y el juicio compartido.
Pero el miedo no es solo una característica de los regímenes totalitarios. En “La condición humana”, Arendt reflexiona también sobre cómo el miedo afecta a las democracias y a la vida política en general. En este texto, la filósofa introduce la idea de que la política es, en su esencia, una esfera de libertad, una esfera en la que los individuos tienen la capacidad de actuar y de comenzar algo nuevo. Sin embargo, esta libertad está siempre amenazada por diversas formas de miedo. Arendt distingue entre el miedo a la muerte, que es natural y existe en todos los seres humanos, y el miedo a lo político, que surge cuando los individuos se sienten incapaces de influir en el curso de los eventos. “El miedo a lo político es el miedo a la libertad”, afirma Arendt, sugiriendo que una sociedad dominada por el miedo se convierte en una sociedad donde la acción política queda restringida, ya sea por la represión explícita o por la parálisis de sus propios miembros (Arendt, 1958).
La relación entre libertad y miedo es crucial para entender el pensamiento de Arendt. Ella defiende que la libertad, entendida como la capacidad de actuar en el mundo, solo puede existir en un contexto donde los individuos se atrevan a actuar sin el temor paralizante de las consecuencias. Este coraje, esta valentía de actuar, es precisamente lo que los totalitarismos intentan erradicar. Por eso, Arendt ve la política como un espacio de acción colectiva, donde el miedo debe ser superado para que los individuos puedan transformar el mundo. “La libertad es la capacidad de comenzar algo nuevo, de dar inicio a un proceso, a pesar del miedo” (Arendt, 1958).
En este sentido, el miedo tiene un doble papel en el pensamiento de Arendt: por un lado, como un obstáculo para la acción política, y por otro, como una herramienta de control que inhibe la libertad. El miedo, entonces, no es solo la reacción a una amenaza, sino un fenómeno que se convierte en parte del sistema político y social. Arendt ve en este miedo colectivo una de las razones más profundas de la sumisión, que puede llevar a la desaparición de la esfera pública y la ruina de la democracia.
La reflexión de Hanna Arendt sobre el miedo nos ofrece una comprensión profunda de cómo este sentimiento influye en la política. Para Arendt, el miedo no es simplemente un estado emocional, sino una fuerza social que puede aniquilar la libertad y la acción. El totalitarismo, en su forma más extrema, se alimenta del miedo, creando una atmósfera de desconfianza y parálisis. En contraste, la verdadera libertad, según Arendt, solo puede existir cuando los individuos son capaces de superar ese miedo y actuar juntos en el espacio público. El miedo es, por tanto, el enemigo de la política auténtica, y solo al enfrentarlo se puede recuperar la capacidad de transformar el mundo.
Miedo y Resistencia: El Juego Macabro de la Venezuela Actual
En la Venezuela de los días que corren, también hay miedo, mucho miedo. Es un miedo palpable, tan cotidiano como el aire que respiramos, tan omnipresente como el sol que se pone y se levanta, ajeno a las sombras que se ciernen sobre nosotros. Pero no es un miedo cualquiera, un miedo natural, un miedo instintivo ante lo desconocido. Es un miedo sembrado, cultivado cuidadosamente, como quien planta semillas en un terreno árido, esperando que den frutos amargos. Hay que decirlo con una claridad brutal: ese miedo tiene la capacidad de transformarse, según la reacción que se tenga ante él, en dinero y abundancia para unos, y en destierro y tragedia para otros. Es un miedo que no solo paraliza, sino que también separa y divide, que da poder a unos y condena a otros. Como en una especie de ruleta rusa emocional, el miedo se convierte en el motor de un juego macabro, donde unos salen enriquecidos y otros, quienes intentan enfrentarlo, se hunden irremediablemente en el abismo.
Es el miedo a la incertidumbre, un miedo tan profundo que traspasa las venas del país, que se cuela en los hogares, en las plazas, en las miradas desconcertadas de quienes ya no saben qué esperar del mañana. Este miedo, más que a lo desconocido, es al futuro inmediato, a correr la misma suerte que el amigo, el vecino, el compañero de lucha: en prisión, desaparecido, exiliado. Es el miedo del que se lucra el aprovechador, ese que maneja la situación a su favor, que sabe cómo sacar provecho de la desesperación ajena. Y es el miedo que hunde a quien se atreve a confrontarlo, a quien intenta desafiarlo, a quien cree que, de alguna manera, hay algo más allá del miedo, algo que justifique la lucha.
¿Y qué se puede hacer ante este miedo que lo impregna todo, que moldea cada rincón de la vida en Venezuela? La respuesta, en apariencia, es sencilla. La solución, dicen algunos, está en la unidad, en juntarnos, en organizarnos, en caminar juntos con las espaldas pegadas, para resguardarnos con la solidaridad. La solución parece estar en levantar la voz, en gritar juntos, en hacer oír nuestras demandas, en desafiar al monstruo que nos acecha, a esa sombra que nos persigue, no solo de día, sino también de noche. En teoría, la solución está en la colectividad, en la fuerza que surge de la unión, de la acción conjunta.
Pero esa respuesta, aunque aparentemente clara, está plagada de complejidades. En primer lugar, porque la unidad no se da por decreto, no se construye solo con voluntad. La solidaridad, esa palabra que se pronuncia con tanta ligereza, no surge en un vacío; tiene que ser cultivada, como el miedo, pero en un sentido opuesto. Para que la solidaridad florezca, debe haber confianza, y la confianza no es algo que se pueda generar de un día para otro en un país marcado por la traición, la desconfianza y el miedo. La historia reciente de Venezuela ha demostrado que la unidad, cuando surge, lo hace a través de tensiones, de dificultades, de contradicciones. No basta con decir “estemos juntos”, como si eso fuera suficiente. Hace falta más que buenos deseos, más que discursos inflamados de esperanza.
Y, sin embargo, no todo está perdido. Hay algo que sigue latiendo en el país, algo que persiste, a pesar de todo: la resistencia. Esa resistencia, que no necesariamente se expresa a través de grandes manifestaciones, sino en pequeños gestos cotidianos. En las sonrisas que se cruzan entre amigos que saben que, quizás por hoy, se salvaron del miedo, pero que, en el fondo, saben que mañana podría ser distinto. En los grupos de personas que, con pocos recursos, se organizan, se apoyan, se sostienen mutuamente, en un ejercicio de humanidad que se resiste a desaparecer. Esa resistencia es un acto de desafío, no solo contra el régimen, sino contra el miedo mismo. Porque, al final, el miedo, aunque parezca una fuerza imparable, es también una construcción social, una forma de control que se deshace cuando las personas deciden que, a pesar de todo, no se rendirán.
La solución, entonces, no está en esperar que el miedo desaparezca de la noche a la mañana, ni en creer que la unidad será un antídoto mágico contra todo lo que nos aqueja. La solución está en resistir, en seguir adelante a pesar de todo, en entender que, aunque el miedo nos siga acechando, hay una fuerza más grande que él: la voluntad de no ser vencidos. Y esa voluntad, cuando se encuentra con la solidaridad, se convierte en algo mucho más poderoso que el miedo.
Regresos y Partidas en Tiempos de Miedo
Voluntad de regresar. Ese es el deseo que mueve a muchos, esa fuerza intangible que impulsa al hombre a regresar a su origen, a la tierra que lo vio nacer, a la Ítaca personal, aunque esté marcada por las cicatrices del tiempo, las promesas rotas y las derrotas del pasado. Es lo que empuja a Amadeo, el protagonista de la película de Canet y Padura, a regresar a su Cuba natal, a una ciudad que ya no es la misma, a un país que ya no guarda el mismo sentido ni el mismo lugar en su vida. Pero, y aquí radica la paradoja, su regreso no es un retorno a la seguridad, sino una decisión arriesgada, un deseo de quedarse, de hacer frente a la vida que sigue, aún cuando el miedo y la incertidumbre se ciernen sobre él. Es un regreso marcado por la voluntad de asumir riesgos, de retomar el hilo de una existencia que no es ni fácil ni limpia, sino todo lo contrario.
Y, sin embargo, cuando se piensa en la voluntad de regresar, inevitablemente surge una reflexión más amplia, mucho más dolorosa: la de aquellos que no regresan por voluntad propia, sino que son empujados a hacerlo, los que no eligen regresar a su Ítaca, sino que son arrojados a su tierra natal. Son los venezolanos de hoy, quienes, como los náufragos de una nave rota, han sido despojados de su país, no por decisión propia, sino por las circunstancias impuestas por otros. Aquellos que, tras años de huir de la miseria, del hambre, de la persecución política, se ven nuevamente enfrentados a la tragedia de un retorno forzado. Este regreso no tiene el sello de la esperanza o la añoranza; más bien, está marcado por la desesperación y el desarraigo, por la ausencia de opción y la falta de un futuro claro.
A diferencia de Amadeo, que decide regresar a Cuba con la voluntad de quedarse, de enfrentarse a la incertidumbre y de asumir el riesgo con una mirada decidida, los venezolanos hoy son víctimas de un regreso que no han elegido. Son aquellos que fueron empujados por las políticas migratorias de Donald Trump, cuyas medidas de cierre de fronteras y el endurecimiento de las leyes de asilo los ha obligado a abandonar sus refugios en busca de un futuro incierto. La paradoja, por tanto, es que mientras Amadeo elige el retorno, los venezolanos no hacen más que ser expulsados una y otra vez de su tierra, y, aún así, su voluntad de regresar se ve reflejada en un desarraigo más complejo y doloroso: el de no tener más opción que irse o morir.
Es fácil pensar que el regreso a Ítaca, como lo concibe Homero, es un regreso deseado, una vuelta a la casa, a la familia, a los recuerdos de un tiempo perdido. Pero el regreso forzado, el de los venezolanos que han sido expulsados por políticas internacionales y luchas internas, revela una realidad mucho más sombría: el regreso a casa, para muchos, es una huida, una lucha por sobrevivir. No se trata de un retorno triunfal ni de una búsqueda del sentido de la vida, sino de un enfrentamiento con la dura realidad de lo que ya no es. Es un regreso a la tierra que, aunque físicamente es la misma, ha dejado de ser hogar, ha dejado de ser el refugio de la memoria y el bienestar.
Sin embargo, no podemos negar que incluso en esta situación de despojo y huida, hay algo que se mantiene intacto: la voluntad de seguir adelante. Así como Amadeo, que regresa a su Cuba en un acto que combina la esperanza y la resignación, los venezolanos que hoy regresan a su país, forzados por las circunstancias, llevan consigo una resistencia silenciosa, una voluntad de encontrar un espacio donde reconstruir sus vidas, aunque sea en el mismo lugar que alguna vez los expulsó.
La voluntad de regresar no es, en este caso, la misma en todos. En algunos, como Amadeo, se cruza con el deseo de permanecer, de enfrentar el miedo y las dudas, de quedarse a pesar de todo. En otros, como los venezolanos expulsados, el regreso es más bien una tragedia que se repite, un ciclo sin fin de desarraigo y partida. Pero en ambos casos, el regreso es una forma de resistencia, una afirmación de que, a pesar de los riesgos, de la incertidumbre y de las pérdidas, la vida sigue. Y así, la Ítaca, más que un lugar físico, se convierte en una lucha constante por encontrar, incluso en las circunstancias más adversas, un refugio para la esperanza.