La traición de los mejores, por Armando Martini

La traición de los mejores, por Armando Martini

@ArmandoMartini

El cinismo dejó de ser anomalía y se convirtió en política pública. La traición ya no se disfraza de conspiración, se presenta con credenciales académicas y frases salidas de un seminario sobre gobernanza en tiempos de crisis. Sin embargo, lo más grave no ha sido la barbarie de los peores. Lo trágico es la deserción moral de los mejores.

El intelectual se erigió como centinela moral y ético de la sociedad. Portadores del verbo, custodios de la crítica, heraldos del pensamiento libre. Desde Sócrates, su rol no fue otro que el de incomodar, interrogar, denunciar. Efigie venerada, que alzaba la voz para advertir cuando el poder se desmadraba, los verdugos se vestían de redentores y la injusticia se disfrazaba de ley.
No obstante, se han vuelto una especie exótica, domesticada, útil para el poder y peligrosa para la verdad. Mutados en especímenes adaptados, se transforma en intelectual decorativo con el doctorado que adorna oficinas, establecen asignaturas pagadas; foros con su sola presencia y su ruidoso silencio.

La connivencia de los sabios es pandemia silenciosa. No se arriesgan como Émile Zola al gritar ¡Yo acuso! en defensa del inocente. Refrendan comunicados rebosantes de eufemismos, cartas que condenan sin condenar y sentires que dicen sin molestar. Practican con destreza el equilibrismo moral y dominan con habilidad la indignación selectiva.





La intelectualidad contemporánea, -con honrosas excepciones-, se ha convertido en un aparato de justificación, no en un contrapeso. Aparecen en parlamentos representando un “proyecto revolucionario” y dirigen cátedras de “pensamiento crítico” financiadas por el Estado. Explican el castigo por adversar, con ensayos que apelan al “contexto histórico”, “guerra híbrida”, o “soberanía de los pueblos”. Y, cuando se trata de justificar lo injustificable, acuden al recurso de la teoría crítica. El abuso, se convierte en “un proceso de ruptura epistémica del orden burgués”. ¿Una dictadura? No, es “una transición prolongada hacia un modelo poscapitalista con tensiones hegemónicas”. Y, la cárcel política no existe, son “un espacio de contención simbólica del discurso disidente”.

El fenómeno alcanza niveles de virtuosismo. Acróbatas que razonan atrocidades. Monologuistas oficiales y analistas en un monólogo de alabanza, donde la disidencia es pronunciada con voz monocorde y reverencia revolucionaria. Cooptación que no es gratuita ni ideológica. Dotes y privilegios reparten, en contraste con la precariedad del resto de los académicos independientes. El erudito “orgánico” del autoritarismo imparte conferencias con viáticos generosos y discursos reciclados.

Pero, también hay una élite intelectual opositora, que ha optado por el silencio “estratégico”; temen malgastar prestigio internacional si denuncian demasiado fuerte, prefieren platicar de democracia en abstracto sin mancharse con realidades incómodas, y se aferran a la moderación como si fuera una virtud absoluta, cuando en contextos extremos, la tibieza es complicidad.
Muchos optaron por un cinismo elegante y se refugian en laberintos teóricos para no pronunciarse ante el horror tangible. Otros, han vendido su voz al mejor postor. Sartre coqueteó con Stalin, Heidegger se tiñó con el nazismo. Lo alarmante no es que existan intelectuales serviles, lo que aterra es que cada vez hay menos que no lo sean. La traición de los mejores, es un acto de cobardía, una forma de violencia cultural. Porque, cuando quien podría alumbrar escoge oscurecer, la sociedad retrocede, la tiranía se disfraza de teoría, y el ciudadano desprovisto de referencias, se extravía. Se han vuelto expertos en el noble arte del matiz. Tiemblan a sonar radicales y perder invitaciones. Dialogan sobre la libertad y democracia como si fuera leyenda artúrica y de dictaduras como estados de ánimo. Es más cómodo denunciar la violencia simbólica que enfrentarse a la real.

Ilustrados autodenominados, no son más que escribanos, animadores del pensamiento obediente; que no mienten, sino eligen qué verdades no decir. Practican la censura refinada, con títulos de postgrado y muchas comas. Cuando la sociedad protesta y cae presa, publican ensayos sobre el “uso político de la emoción colectiva”. Cuando quebrantan Derechos Humanos, disertan sobre “el derecho contrahegemónico a la autodeterminación coercitiva”. La complicidad, no siempre se grita, a veces se escribe con vocabulario difícil y de exquisita corrección política.

El silencio, es el peor discurso para quienes escribieron sobre derechos, instituciones y ciudadanía. Hoy, muchos se acomodan en la zona tibia de la política, donde no se corre peligro, pero tampoco se hace historia. Mientras la represión continúa, los “mejores” cultivan la equidistancia como si fuera una virtud. Cuando se ignoran hechos y convenciones, ¿qué hacen los mejores? Se limitan a susurros en tertulias privadas, a oficios con más subjuntivos que sustancia, a gestos cuidados para no incomodar. Mientras el régimen celebra, porque no hay victoria más dulce que ver a sus adversarios ilustrados paralizados. La neutralidad mancha. Y en tiempos oscuros, es un acto político de colaboración.

Venezuela ha sido víctima del autoritarismo, también, de una élite culta, genuflexa y otras artes escénicas que eligió callar cuando debía gritar, y negociar cuando debía romper. Que se rindió no por miedo sino por cálculo. El país no necesita voces prudentes, necesita voces valientes. Porque si los mejores no hablan, los peores seguirán escribiendo la historia.

@ArmandoMartini