
El escritor peruano Mario Vargas Llosa sabía desde hace casi cinco años que se iba a morir. Los médicos se lo anunciaron en 2020. Según explica el entorno más cercano del escritor al diario español El País, una de las primeras cosas que hizo el premio Nobel de Literatura tras recibir la noticia fue escribir una carta a sus tres hijos: Álvaro, Morgana y Gonzalo.
Por: El País de Uruguay
En ella, les hablaba de su enfermedad, una enfermedad grave, en su caso sin cura, pero para la que había tratamientos que podían retrasar el desenlace final. La “tribu”, como se llaman los Vargas Llosa a sí mismos, no tardó en responder a la llamada del pater familias. La carta sirvió para que el padre se uniera todavía más a sus hijos y para que todos olvidaran definitivamente las desavenencias familiares que surgieron en 2015, cuando el autor de obras como La ciudad y los perros y Conversación en La Catedral rompió su matrimonio de 50 años con Patricia Llosa para iniciar una relación con Isabel Preysler.
Vargas Llosa, el último de una generación prodigiosa que cambió la literatura latinoamericana y mundial, el último premio Nobel de literatura vivo de América Latina, decidió no hacer pública la noticia de su enfermedad. No quería hablar de eso, al menos no directamente. En 2019, un año antes de recibir su diagnóstico, reflexionó sobre la vejez y la muerte con la BBC, en el marco de un evento sobre el tema organizado por la Fundación Nobel en Madrid. “La muerte a mí no me angustia”, reconoció. “Hombre, la vida tiene eso de maravilloso: si viviéramos para siempre sería enormemente aburrida, mecánica. Si fuéramos eternos sería algo espantoso. Creo que la vida es tan maravillosa precisamente porque tiene un fin. Me gustaría que la muerte me hallara escribiendo, como un accidente, que venga a interrumpir como algo accidental una vida que está en plena efervescencia. Ese sería mi ideal”.
En esos momentos su vida estaba en “plena efervescencia”. A sus 83 años, estaba viviendo un romance casi adolescente con Isabel Preysler —en sus propias palabras, “una gran pasión”— y estaba a punto de publicar su decimonovena novela, Tiempos recios. Tras recibir la noticia de su enfermedad, siguió realizando una hora diaria de ejercicio y continuó escribiendo los siete días de la semana. Hablaba de una “inercia doméstica” que empezaba con una tabla de gimnasia, unas horas dedicado a escribir hasta el mediodía, tarde de lectura, otra vez ejercicio físico y cena.
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