Juan Carlos Sosa Azpúrua: Rubber Legs

Juan Carlos Sosa Azpúrua: Rubber Legs

No sabía bien como seguir, estaba totalmente perdido.

En algún lugar leyó que los hombres no pedían direcciones, así que continuó su camino sin preguntar a nadie dónde quedaba el restaurante “Sergios”, el sitio donde se encontraría con Miranda, la mujer que conoció a través de su computadora.

 





Se hacía tarde, y el frío comenzaba a sentirse en los huesos, como siempre, no había tomado previsiones y no estaba vestido apropiadamente para resistir mucho tiempo más a la intemperie.

 

Se sentía extenuado, no era fácil su vida.

 

Alguna vez, en un tiempo que hoy luce remoto, Francisco fue un tipo exitoso.

En las fiestas era el alma, “Rubber legs” o “piernas de goma” era su mote, sus habilidades en el baile solamente competían con la gracia con la que seducía a las chicas, apenas entraba al recinto, las miradas femeninas se posaban en él.

A pesar de no poseer una apariencia particularmente atractiva, de él emanaba un magnetismo especial, algo indescifrable que explicaba su éxito como galán.

 

En la escuela, había sido muy popular, el tipo que siempre hacía los mejores chistes; fue presidente del centro de estudiantes y sus compañeros le tenían como una versión criolla de John Travolta.

No fue un alumno excelente, pero la mediocridad de su esfuerzo académico solía ser alcahueteada por sus profesores, para quienes Francisco era un muchacho especial, singularmente encantador. Les hacía sentir inteligentes, sus preguntas, la mirada atenta que ponía en clases, la búsqueda de conversación en los tiempos libres, eran herramientas poderosas a la hora de evaluarlo, constituían la clave para aprobarlo cuando lo que merecía era que le rasparan.

 

El muchacho llegó a creerse lo que le hacían sentir, y poco a poco su actitud se fue modificando.

No eran detalles evidentes, se trataba de cosas aquí y allá que lentamente le fueron separando de su círculo de amigos y convirtiéndole en un divo rodeado de humos y olores distantes, su humanidad comenzó a mezclar esos ingredientes hasta dar con la fórmula perfecta de los fracasados: creerse la gran cosota sin haber logrado absolutamente nada para justificar sus convicciones.

 

Progresivamente se fue aislando y su otrora magnetismo parecía un rasgo imposible en el hombre que se había convertido, un barrigón de cuarenta años, con tres pelos en la cabeza y un trabajo que detestaba.

 

En la oficina ocupaba un cubículo de arquitectura portátil, había espacio para una mesita con ordenador, una silla bastante incómoda y su alfombra de acrílico para que pudiera rodarla los diez centímetros que le separaban del teléfono.

Llegaba a las ocho, le daban una hora y media para el almuerzo y se marchaba a las cinco. Así era su rutina diaria desde hacía más de una década, cuando cansado de que le cerraran las puertas del éxito, decidió claudicar y resignarse a los cargos que estaban disponibles a los que como él mostraban como currículum un curso de contaduría en el Instituto Técnico Bolivariano del Marqués.

 

Difícilmente recordaban su nombre y apenas charlaba con la secretaria del jefe y con el chico que repartía la correspondencia, para el resto de sus compañeros de trabajo, se trataba de una especie de mueble, lo veían en su cubículo y ya.

 

Pero Francisco no era insignificante.

 

Su mente distaba de lo simple, guardaba un secreto que nadie podía sospechar en él.

En su interior le visitaba un amigo que se encargaba de rescatarlo del aburrimiento y del sentimiento de fracaso que pujaba por hacerse permanente, era una voz que sonaba a partir de las cinco de la tarde, un sonido personal que llenaba su alma de música e iluminaba sus sentidos, transformándole en un sujeto espectacular, irresistible.

 

El hombre que se sentaba a teclear compulsivamente el ordenador, ya no era Francisco a secas, ahora se llamaba Francisco Javier Sanabria, el usuario de Facebook que tenía como correo electrónico: “[email protected]”.

 

En esa habitación de la casa de pensión, que alquilaba por quinientos bolívares fuertes al mes, se volvía otra persona, se transformaba en quien debió ser si tan sólo la suerte le hubiera jugado con mejores cartas, si tan sólo hubiera hecho esto o no hubiera pasado aquello, si tan sólo…

 

Hasta hoy sus conquistas eran todas virtuales. Amigas cibernéticas que le tenían por hombre de mundo, viajado, un playboy sofisticado y glamoroso.

 

Empleaba un lenguaje seductor, hacía bromas con dobles sentidos, todo un maestro en el sutil arte de la ironía.

 

Para identificar su rostro en la computadora, colocaba un retrato suyo con claroscuros que le distorsionaban los rasgos hasta convertirlos en cualquier interpretación que el ojo del tercero quisiera hacer, esa foto era mágica porque delineaba sus facciones con el pincel y la acuarela de la imaginación.

 

Y como no perdía el tiempo en realidades, Francisco no ponía freno a la hora de describirse a sí mismo, haciendo creer que él sí era todo eso que pensó que sería en sus años escolares.

 

Pasaba horas intercambiando mensajes de texto con seres a los que jamás había visto personalmente, y a quienes tenía por mujeres maravillosas, bellas, brillantes.

 

Con Miranda venía chateando desde hacía meses, y hasta hoy había logrado postergar el encuentro cara a cara, una y otra vez salía con una excusa de última hora que cancelaba la cita con esa mujer alta, de piel canela y curvas peligrosas.

 

Con hábil química verbal, Francisco mezclaba el verbo hasta convertirlo en su píldora salvadora, la medicina que le suministraba a Miranda para amansarla y hacerla comprender que la vida tan compleja que él llevaba era la culpable de tantos encuentros frustrados.

 

Pero su récipe había expirado, y no podía escribir otro sin desenmascararse, en la vida todo tiene un límite, y las excusas de Francisco hace tiempo que habían excedido los extremos.

 

Hoy era el día de la verdad, y por eso había estado tan nervioso al vestirse, olvidando que, en la zona donde Miranda quiso que se reunieran, a las diez de la noche la gente que no llevaba chaqueta pagaba las consecuencias de su negligencia.

 

Tenía quince minutos de retraso y aun no daba con el maldito lugar.

 

Se cansó de seguir el libreto del hombre sobrado, y optó preguntarle dónde quedaba “Sergios” al guardia de seguridad del local que tenía a cien metros.

 

–       Está muy cerca de aquí, siga caminando y doble la primera a la izquierda, y cuando vea un aviso de Polar, cruce a la derecha, camine dos cuadras y cuando vea un semáforo cruce otra vez a la derecha, allí verá un cartel iluminado con el nombre del lugar que busca.

–       Gracias amigo, has sido muy amable.

–       No se preocupe, y apúrese, veo que tiene frío.

–       Sí, pero con lo que me queda por caminar, creo que me voy a calentar.

–       ¿Por casualidad tendrá un cigarrito que me regale?

–       Lo siento hermano, dejé de fumar hace años.

–       Suerte que tiene usted… a mí el vicio me tiene amarrado.  Mi mujer dice que huelo todo el tiempo a portero de burdel.

–       Tranquilo primo, de alguna vaina nos tenemos que morir. Chao… gracias por todo.

–       Vaya… y recuerde, izquierda, Polar, dos cuadras, semáforo y derecha.

–       Está clarísimo pana, gracias.

 

Francisco cumplió acertadamente las instrucciones y a los diez minutos el cartel de “Sergios” se iluminaba en sus pupilas.

 

Le echó un vistazo al Seiko que le abrazaba la muñeca,  tenía casi media hora de retraso.

 

Su estómago parecía un campo silvestre sobrevolado por mariposas con dientes.

 

¿Qué pensará cuando me vea? ¿Qué le voy a decir?

Bueno, coño, la gente puede engordar y yo nunca le he dicho si soy calvo o no lo soy. Vengo vestido casual porque tenía una reunión con unos amigos y se prolongó, y no tuve tiempo de cambiarme… así pensará que no le paro a esas mariqueras, y además así tampoco se dará cuenta que mis trajes no son precisamente de Valentino.

Verga, ¿y si le digo la verdad?

La chama me gusta, quiero acostarme con ella, tengo que seguir disimulando hasta que me la lleve a la cama, si después me sigue gustando, pues le sigo diciendo lo que quiere oír, a fin de cuentas, ese soy yo, yo soy “Rubber legs”.

 

Cruzó la calle y entró a “Sergios”.

 

Se trataba de un local nocturno, más que restaurante era un sitio discreto, oscuro, parecía un club de strippers.

 

–       Buenas noches. Busco la mesa de Miranda González.

–       ¿Quiere ver a la señora Miranda? Ella es la dueña.

–       Supongo que se trata de la misma persona. Mi nombre es Francisco Javier Sanabria.

–       Ah, sí, la señora me dijo que le esperaba, venga, yo le llevo hasta su oficina.

 

Francisco estaba perplejo, ¿cómo que su oficina?, ¿señora?, ¿la dueña?, ¿qué vaina está pasando?

 

–       Aquí es señor, toque la puerta, la señora Miranda está allí.

–       Gracias.

 

Francisco suspiró y tras un segundo de vacilación, dio dos golpecitos a la puerta.

Esperó lo que le pareció un largo tiempo y, al abrirse, tras la puerta surgió una mujer de un metro cincuenta de estatura, muy blanca, con el rostro picado por marcas de un acné difunto.

 

–       Buenas noches, busco a Miranda González.

–       ¿De parte de quién?

–       Dígale que aquí está “Rubber legs”

–       … ¿Francisco?

–       … ¿Miranda?

–       Te imaginaba diferente.

–       Yo también.

 

Un helado silencio se hizo amo del momento.

 

A Francisco no le hizo gracia conocer que su deseada Miranda en realidad era la propietaria de un burdel y que su físico era exactamente lo opuesto al que había dibujado en su imaginación.

 

No sabía que hacer. Después de pensárselo, dio con la respuesta a su problema.

 

Como si nada estuviera pasando, como quien no quiere la cosa, dio un beso en el cachete a la mujer que tan lujuriosamente deseó durante meses y le preguntó:

 

–       ¿Tienes alguna muchacha alta, con la piel canela?

–       Sí…hay varias como esas.

–       ¿Y cuánto cuesta una hora?

–       Para ti serían solamente dos mil bolívares fuertes.

–       No tengo esa cantidad.

–       Pero me tienes a mí tontito.

–       Pero tú no eres como me imaginé, como me dijiste que eras.

–       Bueno Francisco, tú no eres precisamente “Rubber legs”.

–       Claro que sí lo soy.

–       Bueno, entonces yo también soy Miranda González.

 

No quiso seguir con la farsa, sin decir más nada, se volteó y salió de “Sergios” igual que como entró minutos antes.

 

El detalle es que Francisco todavía no se percataba que el hombre que salía de aquel local barato y el hombre que había entrado minutos antes no eran exactamente el mismo hombre.

 

Al día siguiente, a las cinco de la tarde, hora en que su amigo siempre le visitaba, Francisco no escuchó la música interna, tampoco vio los colores que le iluminaban los sentidos hasta convertirle en un macho seductor, irresistible.

 

Al sentarse frente a su computadora, finalmente captó lo que le sucedía.

 

Por eso es que lo había postergado tanto, por eso es que inventaba las excusas para no tener encuentros cara a cara, si tan sólo lo hubiera vuelto a hacer, si tan sólo hubiera hecho uso de esa química verbal una vez más para evitar el encuentro, pero no lo hizo.

 

A partir de ese instante, del segundo en que se percató de la estupidez que cometió ayer al volver       realidad su fantasía, en ese momento eterno, Francisco Javier Sanabria no fue más nunca “Rubber legs”.

 

Mañana, al regresar del trabajo saludaría a la dueña de la pensión, subiría a su habitación y esperaría hasta el día siguiente, y hasta el día siguiente y hasta el de más allá.

 

Y siempre con la misma voz, con su nueva acompañante de las cinco de la tarde, la voz que le decía y le volvía a repetir, una y otra vez, en círculos infinitos:

 

“Y si hubiera hecho esto…y si no hubiera pasado aquello…”