Juan Carlos Sosa Azpúrua: Humos y pitos de Pandora

Juan Carlos Sosa Azpúrua: Humos y pitos de Pandora

Estaba erotizado, así que salí a pasear para ver qué pasaba.

No se me ocurría nada en particular, simplemente estaba ocioso y cuando me siento de esa manera, por lo general me erotizo.

La tarde estaba empañada por las nubes y los deseos de llorar, pero aún así me provocaba caminar por el parque, ver los árboles, jugar con la vista y con los demás sentidos, estar alerta para cualquier sorpresa que decidieran regalarme las circunstancias.





Caracas es una ciudad compleja, es como un ser amado lleno de muecas y desaliñado, pero amado al fin.

Las calles de mi ciudad más que calles parecen un parque temático creado por un Némesis de Walt Disney, algo así como si estas calles fueran la caricatura pintada por un ángel endemoniado. Nada parece tener armonía, esta ciudad debe ser campeona en las Olimpíadas del caos.

Los peatones se atraviesan apareciendo de la nada (como teletransportados desde la nave espacial de algún alienígena sádico), los autobuses, groseros que son, escupen gases venenosos que crean una bruma permanente, es como el humo de la lámpara de Aladino, solamente que en este caso en vez de un mago lo que sale son espectros flemosos.

Sigo mi trayecto por unas aceras angostas, marcadas por infinitos puntos negruzcos que no son otra cosa que fósiles de cualquier escupitajo engomado lanzado desde la boca de un homínido.

Algo que me genera perversa curiosidad es el pensamiento que me asalta la mente cada vez que observo a un fiscal de tránsito.

¿Qué tipo de persona tienes que ser para decidir pasarte el día entero, y con un pito en la boca, en el centro de este infierno hecho de concreto y humo?

¿Cómo serán las sinapsis cerebrales de estos curiosos servidores públicos?

¿Cómo será la piel de un ser cuyos días transcurren entre ruidos insolentes, calor, niebla carbonífera y monotonía?

¿Será que los semáforos tienen una doble función, siendo la primera de ellas la que todos sabemos, mientras que la segunda es secreta, son luces inteligentes dirigidas a la retina del fiscal para amansarlo y volverlo un robótico autómata, incapaz de pensar y sentir?

Esta segunda función del semáforo me parece plausible y la utilizo para combatir el sentimiento de desolación que me agobia cada vez que presencio a un ser humano transformado en perro.

Aún así, insistiendo en apartar más ideas que me vienen, no logro reprimir la curiosidad que me genera el mundo de estos fiscales de tránsito una vez que se despojan de sus uniformes, quizás en sus hogares, quizás en la nave espacial del alienígena sádico, quizás en algún cuartucho de pensión donde la bigotuda casera provoca que el infeliz hombre de pito y gesticulaciones se arrepienta de no haber permanecido en su lugar de trabajo inclusive en horas de descanso.

Pero como yo no soy masoquista, termino esta sesión mental creyéndome la imagen de estos fiscales transformados en seres felices, con platos de comida calientes y cómodos colchones.

Sigo caminando en dirección al parque, y mi cuerpo ya me está fastidiando.

Desde que pasé los cuarenta, mi cuerpo insiste en no darme tregua, cada vez que se me ocurre sentirme de veinte, las rodillas me duelen, el hombro es una sinfonía de calambres y pellizcos, el cuello se momifica, los pies me duelen.

Pero sigo mi trayecto sintiéndome todavía que estoy erotizado.

Algo en mi interior hierve de pasión, es como si mi sangre se calentara volcánicamente haciéndose lava, un espeso mar burbujeante y sonoro donde navegan unos pícaros rufianes rumbo al Edén.

¿Qué estoy deseando? ¿Qué pecaminosa imagen está a punto de tentar mi alma, convirtiendo a mi espíritu en un descarado bribón?

Decido tomarme una chicha, y le pido a la anciana que la vende que le coloque canela, el color de la piel de la chica que me acaba de pasar de lado con una sonrisa que puede tener mil significados.

Pago sin esperar el cambio, y sigo a la hembra que con sus pantaloncitos apretados acaba de entrar al parque.

Camino detrás de ella transmutado en un libidinoso, un tipo que acaba de venderle su alma al diablo.

La persigo con la mirada, mis ojos están erectos y salpican sexo, mi cabeza es una despedida de soltero con bailarinas exóticas moviéndose como agentes de Lucifer.

La mujer debe tener unos cuarenta años y está deliciosa. La persigo hasta un sitio donde los árboles son hermosos, el Ávila es rey y los pájaros parecen brotar de cada soplo de viento.

La dama se sienta en un banco, y cruza dos demonios que deben ser sus piernas.

Sus pechos no están operados, pero porque no necesitan estarlo; son un par de golosinas que no se venden en cualquier parte, dos manjares robados de la mesa del supremo emperador del pecado.

Y los labios de mi sirena son un corazón que quiero morder y su pelo es sedoso como la bata en que me la imagino envuelta una vez que esté saciado mi anhelo.

Camino hacia ella, estoy decidido.