Guillermo Sucre: Consalvi, la diplomacia inteligente

Hay hombres que con su ejemplo elevan el nivel de la cultura de un país. Es el caso de Consalvi, una de las conciencias vigilantes de Venezuela. Sucre recuerda el legado de quien supo equilibrar el interés de su patria con los intereses del espíritu.

Ilustración: León Braojos

 





Entre la confianza mutua y la mutua reserva –reserva en ambos, por pudor, respeto–, así fue nuestra amistad. No necesitábamos frecuentarnos para saber que éramos amigos. Nos conocimos después del derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez en enero de 1958. Él regresaba del exilio (La Habana, Nueva York), mi hermano José Francisco y yo, de la cárcel de Ciudad Bolívar, de la que fue también huésped. Ramón J. Velásquez, compañero de pabellón, nos hablaba de él y encontré libros que había dejado a su paso por la prisión. Uno de esos libros era el Doktor Faustus de Thomas Mann, la vida de un músico de genio narrada por un historiador que vive la larga noche hitleriana y la Segunda Guerra Mundial. La misma novela que, un lustro antes, había leído en la cárcel Modelo de Caracas (1952), por la que habrían de pasar poco después el mismo Consalvi, Ramón J. Velásquez, José Agustín Catalá y Rafael José Muñoz, también cautivo como nosotros en la de Ciudad Bolívar. Cárceles, Seguridad Nacional, torturas, exilios, asesinatos (Leonardo Ruiz Pineda, Antonio Pinto Salinas), novelas, anécdotas, recuerdos individuales pero comunes nos unían antes de conocernos. Así que el 11 de marzo, cuando murió y un periodista lo llamó el último sobreviviente de tiempos de la dictadura militar, pensé no sin cierta perplejidad que, aunque más modestamente, yo también era uno de esos testigos.

En los sesenta, Simón Alberto Consalvi era embajador de Venezuela en Yugoslavia, adonde lo había enviado el presidente Rómulo Betancourt para enfriar un poco al anómalo monsieur Teste, ganado por lo que Cabrera Infante llamó la contagiosa “castroenteritis” –“y vaya si me la enfrió”, leí que decía con humor en Contra el olvido, un libro de conversaciones elaborado por Ramón Hernández, que es como su autobiografía–. Esa fue la primera misión que Consalvi llevó a cabo revelando su espíritu diligente y discreto que inspiraba confianza, eso que Marc Fumaroli, al referirse a Montaigne, llamó “la diplomacia del espíritu”. Luego de representar al país en las Naciones Unidas, el presidente Carlos Andrés Pérez lo nombró canciller, cargo que también ocupó en la presidencia de Jaime Lusinchi en los años ochenta. No obstante haber conocido magníficos cancilleres en todo el periodo democrático (Falcón Briceño, Iribarren Borges, Arístides Calvani), Consalvi ha sido el más recordado, quizá porque durante su ejercicio la Casa Amarilla –sede de la diplomacia venezolana– se hizo más abierta acogiendo la controversia de las ideas en la América moderna, expuestas por escritores como Gilberto Freyre, Carlos Fuentes o Alejandro Rossi.

La diplomacia como la literatura es más que una técnica, un arte, el don para conciliar, la imaginación para descubrir el espíritu de su tiempo y llegar a acuerdos que equilibren el interés de la nación con el interés de la humanidad. Por temperamento, por sus estudios, por su capacidad para acumular experiencias y nuevos conocimientos, lentamente, sin esnobismos ni vanos protagonismos, creo que Consalvi tuvo ese don. Ha sido esa diplomacia del espíritu la que le ganó simpatías en su vida política y labor de periodista y escritor.

Fue por conocer ese don que Betancourt, en un momento dado, lo distinguió como su mensajero personal, o que Raúl Leoni lo nombró presidente del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, o que Carlos Andrés Pérez y Jaime Lusinchi lo encargaron de la diplomacia venezolana, una diplomacia de mayor impulso y solidaridad con la resistencia democrática en países latinoamericanos, sumidos en dictaduras: Chile, Argentina, Uruguay, Nicaragua. Y ha sido ese don, pienso, el que le ha reconocido Venezuela en estos años de extrema arrogancia del poder y del obstinado y oscuro socavamiento de la integridad nacional. Desde sus editoriales, crónicas y otras empresas periodísticas, así como desde sus libros y sus cursos en la Fundación Valle de San Francisco, no cabe duda de que Consalvi ha sido una de las conciencias vigilantes del país. El premio Alma Mater que le concedió la Universidad Central de Venezuela en 2010 es buen signo de ello.

Pero antes de referirme a su labor en Venezuela desde 1994, es necesario remontarse a mediados de los años sesenta, cuando se inicia su verdadera vida pública como presidente del Instituto de Cultura y Bellas Artes (Inciba). Desde esa fecha no hubo empresa cultural en el país, oficial o privada, que no tuviese su inspiración o colaboración.

Tras su muerte, han aparecido artículos elogiosos de admiración a Consalvi, pero algunos adolecen de ciertos desenfoques. Por ejemplo, que Consalvi fue el fundador del Inciba o, incluso, quien lo concibió y logró el apoyo del presidente Leoni, persuadiéndole de que era una buena vía, además, para la pacificación del país. Interesante, diría esta vez el detective Lönnrot de Borges, pero poco convincente. La verdad es más sencilla: en 1964, Leoni escoge a Mariano Picón-Salas para presidir la comisión organizadora de un instituto autónomo que paute las relaciones del Estado con la cultura y los estímulos que debe aportar para que esas relaciones sean democráticas, es decir, plurales y amplias. Durante un año, la comisión hizo su trabajo y Picón-Salas expuso con toda claridad los propósitos que la regirían en un texto titulado “Prólogo al Instituto Nacional de Cultura”, que iba a leer públicamente en la inauguración oficial del nuevo organismo, prevista para el 18 de enero de 1965. Inesperadamente, Picón-Salas murió el primero de ese mes y el Inciba quedó acéfalo. El presidente Leoni tuvo otro acierto: nombró como presidente a Simón Alberto Consalvi, un intelectual joven, con cierta experiencia diplomática, que trabajaba junto a él, como director de la Oficina Nacional de Información. Así comenzó la vida activa del nuevo instituto, no como instrumento de propaganda de un régimen o de un determinado sector político, sino como expresión legítima de la inteligencia venezolana en la era democrática. Fue lo que evidenció su praxis, aún con otros gobiernos, hasta 1975, cuando el Inciba se transformó por decisión del Congreso en el Consejo Nacional de la Cultura (Conac).

Bajo la presidencia de Consalvi (1965-1968), el Inciba adquirió un perfil satisfactorio de promotor y divulgador de la cultura en todos sus aspectos y en las más diversas fuentes de la creación. Se fundó la editorial Monte Ávila, así como la revista Imagen. Bajo la dirección de Margot Benacerraf surgió la Cinemateca Nacional. En 1967 el instituto auspició un importante espectáculo histórico audiovisual, “Imagen de Caracas”, a cargo de Inocente Palacios y Jacobo Borges, en el que colaboraban escritores, pintores, cineastas fotógrafos, músicos, arquitectos. Ese mismo año se otorgó por primera vez el premio internacional de novela Rómulo Gallegos, que recayó en un joven Mario Vargas Llosa por La casa verde. Simultáneamente, Caracas todavía reponiéndose de un fuerte terremoto, acogió en su Ciudad Universitaria un concurrido Congreso de Literatura Hispanoamericana, en el que participaron, entre otros escritores muy celebrados en esos días, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama y Rubén Bareiro Saguier.

Colaboré con Consalvi como director literario de Monte Ávila y como director de Imagen. Bajo la experta conducción de Benito Milla como director general, Monte Ávila publicó inicialmente treinta títulos al año y progresivamente fue aumentando su producción hasta lograr en poco tiempo un variado catálogo editorial que combinaba lo nacional y lo universal.

 

Publicado originalmente en Letras Libres