¿Y qué nombre le pondremos?, por Laureano Márquez

¿Y qué nombre le pondremos?, por Laureano Márquez

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El llamar a las cosas por su nombre es uno de los rasgos distintivos de la condición humana y humano. En el Libro del Génesis dice que Dios encarga al hombre (en este caso sí solo al hombre, porque la hombra no había sido fabricada), que ponga nombre a los animales y a las cosas. Nombrar significa apropiarse de algo. Cuando los conquistadores aparecían por estas tierras, lo primero que hacían era bautizar los territorios nombrándolos a su gusto y parecer.

El término “dictadura” para denominar a ciertos regímenes políticos viene, como tantas otras formas políticas, de la antigua Roma. Los romanos crean este nombre para referirse al gobierno conducido
por un “dictator magister populi”. Se trataba de un funcionario que ejercía todos los poderes, sin las limitaciones establecidas en las leyes y sin posibilidad de ser censurado ni criticado por nadie. Se le designaba para momentos extraordinarios, de gran peligro o dificultad.





La diferencia fundamental entre esta forma dictatorial originaria y la actual estriba en dos rasgos notables: en Roma era el Senado el que promovía el nombramiento, muy distinto de la actualidad, donde los dictadores se nombran ellos solitos. La otra diferencia es que la dictadura tenía un plazo establecido que no podía prolongarse más allá de seis meses, que para un imperio milenario no es más que un pequeño lunar en su historia y benigno, además.

Lo que vivimos hoy (quiero decir en los tiempos contemporáneos) son dictaduras en las cuales un solo individuo o pequeño grupo (oligarquía -del griego ?????????, gobierno de unos pocos) gobierna a capricho a una nación y con vocación de quedarse para siempre, porque además los dictadores se perciben a sí mismos como inmortales y casi que en verdad lo son, porque la gran mayoría muere en el ejercicio del poder (cita requerida) y -salvo honrosas excepciones- suelen ser muy longevos.

Hoy día se distinguen entre dos tipos de dictadura: la autoritaria y la totalitaria. Para definirlas en términos burda e’simplistas, la dictadura autoritaria es aquella en la que el dictador “solo” quiere pisotear o someter a una nación, donde no tiene importancia que las masas apoyen, simplemente se les somete por la fuerza y no tienen una ideología que les sustente más allá del deseo de que se les obedezca incondicionalmente y consecuentemente no hay un culto al líder más allá de la pura propaganda. La dictadura totalitaria va más allá:

La concentración del poder va acompañada de un culto y endiosamiento del líder, a quien se le denomina con títulos extravagantes y pomposos (no ve viene a la cabeza ninguno, pero los hay).
Las dictaduras totalitarias parten de una ideología que abarca todas las esferas del ser humano: economía, cultura, familia y especialmente la educación que se rediseña en función del crear un nuevo tipo de ciudadano, una suerte de hombre nuevo de pensamiento único (el del régimen).
Se usa el terror para someter a la sociedad. Para ello se crea una policía que suele ser secreta, cuya misión es perseguir y someter a todo pensamiento disidente.
Se crean campos de concentración donde los que no se someten o se rebelan son aislados y torturados, donde son recluidos en condiciones infrahumanas y despreciada su humanidad.
Para el totalitarismo toda forma de disidencia es una aberración que debe ser extirpada. No se concibe la idea de que alguien pueda pensar distinto y mucho menos de que pueda haber algún día cambio de régimen político.

Estos son, simplificados de manera casi dictatorial, los rasgos que distinguen a la dictadura totalitaria.

La verdad se a dicha, cuando comencé este escrito, lo hice motivado por algo en específico, pero en el transcurso de la escritura se me olvidó por qué, y a mí que nada se me olvida. En fin, cosas de estos tiempos