Crece la piratería en el estado Sucre, la región más pobre del país y bastión del chavismo

Crece la piratería en el estado Sucre, la región más pobre del país y bastión del chavismo

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Un crimen en altar mar que simboliza el hundimiento de un país, Venezuela. No es realismo mágico: es la lucha de los Marval contra los Trakis… Y también la crónica de la corrupción del chavismo, su connivencia con el crimen organizado y la ruina de su economía.

La historia arranca con un atraco y tres pescadores baleados por los nuevos piratas. Ya lo avisó García Márquez: “En el Caribe nada es lo que parece”, publica El Mundo de España.





Por Alberto Arce
@alberarce
Rodrigo Abd/ Reportaje fotográfico
@RodrigoabdAbd

Eran las cuatro de la mañana de un día de septiembre. El mar Caribe, calmado. Nada auguraba la masacre en el silencio de la noche, que creyeron sería una más, rutinaria, tediosa, húmeda, bañada de estrellas. Rota tan sólo por escuetos gritos que transmiten órdenes o el ruido del generador que alimenta los cuatro luceros que permiten ver apenas lo suficiente para trabajar. Los seis tripulantes del Don Justo, un peñero artesanal de cuatro metros de eslora fondeado a pocas millas de la costa de la península de Araya, en la costa caribe del estado de Sucre, al oriente de Venezuela, terminaban de jalar el nailon, preparar la cabuya que marca su fondeadero y levantar el mandinga, la cuchara donde los peces se ahogan a saltos antes de ser izados al bote. Estaban casi listos para regresar a tierra con 200 kilos de sardina, lamparosa, pargo, cabaña y bagre que venderían en la boca de río de Cumaná, la capital del estado, a media hora de navegación.

De la oscuridad y el silencio -de la nada- llegó otra lancha. Seis encapuchados a bordo. Armados con fusiles y revólveres. Al verlos, un carajito de 12 años -siempre hay uno a bordo- y uno de los pescadores lograron esconderse bajo la paneta, a proa. El patrón, Edesio Rodríguez, de 42 años, que lleva pescando desde los ocho; su hijo de 21, Luis Miguel Rodríguez Marval, y dos de sus sobrinos, Junior Vera, de 23, y Daniel Jesús Reyes Marval, de 24, estaban vendidos. No tuvieron opción. Los ataron de pies y manos a los tablones del bote. Les golpearon con las culatas. Los rociaron con gasolina. Amenazaron con prenderles fuego. Se lo llevaron todo. Los dos motores, la pesca, las redes, el generador eléctrico. Todo.

Hasta aquí un robo.

Pero antes de irse, los piratas del mar, o robamotores, de los que hablan hoy todos los pescadores y habitantes del oriente de Venezuela, le metieron siete tiros en la cabeza a Daniel y cuatro a Junior y a Luis. A Edesio, empapado en el líquido en el que se freiría, llegaron a mostrarle el chisquero encendido, a amenazarle con lanzárselo encima. Pero no lo hicieron. Le dejaron vivir. Semanas después de aquello, cuando lo recuerda, aún es un hombre al que le cuesta articular palabra y que dice que no ha vuelto a salir al mar: «Dispararon sin ningún criterio, nadie se opuso, no dijeron nada. Y el que disparó se quitó la capucha para que le viera la cara».

Una hora después de los crímenes, otros pescadores les encontraron y los remolcaron hasta Caracolillo, en la península de Araya, de donde históricamente se extrajo sal para toda Venezuela, una industria de la que hoy sólo quedan desvencijadas ruinas carcomidas por la erosión y mucho desempleo. Un lugar de arena, calor irrespirable, casas de bloque, techos de lámina, sin agua y con poca luz. Un lugar en el que desde entonces reina el miedo a quien les atacó. Un pirata que no vive en una isla lejana, sino a un par de kilómetros de sus casas.

Denunciado con nombre y apellidos por los familiares de los muertos, pertenecientes al Clan Marval, el supuesto asesino es Alexander Vásquez, alias El Beta, de la banda de Los Trakis. La Guardia Nacional Bolivariana no logra detenerlo. Quizá tampoco quiera.

En la historia de estos pescadores de Caracolillo y su complejidad, llena de omisiones, medias verdades y mentiras, se reflejan la Venezuela de hoy, la debilidad de sus instituciones, la violencia y la corrupción. Quienes se sienten abandonados por todos se incorporan a un modelo, paradigma local, regional, continental: el del control por parte de pandillas, de la criminalidad organizada y tolerada, de territorios abandonados por estados que, desde su misma entrada en la modernidad, siguen peleando con mayor pena que gloria por consolidarse, sea cual sea el discurso que en cada ocasión se elige para fracasar.

La desembocadura del río Manzanares, en la ciudad de Cumaná, vierte aguas marrones, arenosas, a la lengua de mar Caribe que separa la ciudad de la península de Araya y es testigo de cómo lanza sus redes un enjambre de pescadores que avanzan a remo. Salen de madrugada y regresan cuando el sol comienza a picar demasiado. Colocan el jurel en la boca de río, una galería de puestos que emergen semivacíos -hasta el hielo se les hace caro ahora- al ritmo de Juan Gabriel.

Callan cuando se acerca la guardia, bolsa de plástico en mano, recorriendo puesto a puesto, recogiendo peces. Cobrándose la protección, mitigando el hambre también ellos. «Si no lo roban a uno en el mar, lo roban estos en tierra», masculla quien elige Calimero como seudónimo.

La de los piratas aquí es una historia antigua y repetitiva. Entre finales del siglo XVI y mediados del siglo XVII, Holanda y la Corona de Castilla pelearon por el control de la península de Araya, donde se encontraba la mayor salina conocida del nuevo continente. Los piratas y filibusteros holandeses, franceses e ingleses asaltaron, robaron y explotaron el lugar en competición con los españoles en busca de la sal. También para beneficiarse del contrabando.

Desde el siglo pasado, el partido del presidente Hugo Chávez no ha perdido nunca un proceso electoral en Sucre, el estado más pobre y quizás uno de los más favorables al régimen de todo el país. Que vivía -malvive- en declive absoluto, rayano con ese colapso al que arrastra el abandono de su puerto -el de Cumaná- de la pesca, de sus pescadores.

Interminables colas para conseguir comida organizadas por hombres con armas largas, escasez de productos básicos, fallos en el suministro eléctrico y una protesta continua pero soterrada de todos en cada esquina, portal y charla. Que aún sin llegar al desborde -algunos saqueos esporádicos en junio pasado- puede estallar cualquier día. Es también un aeropuerto de vuelos a 10 dólares del que no sale un avión a tiempo. Inundaciones de lodo en las calles tras algo de lluvia, un hospital sin agua corriente, medicamentos o, muchas veces, luz que permita ver algo en una sala de emergencias alumbrada a linternas y velas o una comandancia policial donde los presos languidecen, hasta mueren, hacinados como animales.

Los niños de la familia Marval se pasan el día riendo y jugando en el mar. Meten una oreja en el agua y se tapan la otra. Dicen que se escucha el gorgojo del bagre y así reconocen cuando llega la buena captura. Ésa es sólo una escena que se disfruta de frente y con anteojos de turista. Ampliando el ámbito de visión a los lados, el paisaje que los rodea tiene poco de arcadia feliz. Es insalubre. A falta de baño, nunca lo hubo, y agua corriente en sus casas -porque lleva horas ir a acarrearla en cubos-, las necesidades mayores flotan cerca de la orilla. Hay que saltar sobre basura para poner un pie en el mar.

Esos baños junto a la inocencia de los más pequeños hablan mucho. Tanto como el escenario que les rodea, de hombres reparando redes y jugando a las cartas, de mujeres que pasan la tarde, enfadadas, cargando bebés, dando órdenes a gritos en un español roto e ininteligible, limpiando pescado, su única alimentación junto a un poco de arroz. Tras la primera entrevista, la de las víctimas de los piratas del mar, la de los robamotores, la de Edesio, el padre herido, la pobreza a primera vista y la exclusión social, la inocencia de un niño destapa una mentira.