Desde hace un siglo un cañonazo pone fin al ayuno en Ramadán en Jerusalén

Muslim men pray on the last Friday of Ramadan in front of the Dome of the Rock, on the compound known to Muslims as Noble Sanctuary and to Jews as Temple Mount, in Jerusalem's Old City June 23, 2017. REUTERS/Ammar Awad
Muslim men pray on the last Friday of Ramadan in front of the Dome of the Rock, on the compound known to Muslims as Noble Sanctuary and to Jews as Temple Mount, in Jerusalem’s Old City June 23, 2017. REUTERS/Ammar Awad

 

Junto a la Ciudad Vieja de Jerusalén, el ruido de los coches y su música ensordecedora no silencian el estruendo del cañonazo que da comienzo al Iftar, momento en que finaliza el ayuno durante el mes de Ramadán y del que se encarga desde hace más de un siglo la familia Sanduqa.

Cerca del cañón que da el aviso, en lo más alto de un cementerio musulmán, se encuentra el Café Izhimans, donde trabaja Tamer, y que “no sabía que Sanduqa es quien da el cañonazo”, reconoce al tiempo que una mujer bajita, pero de esas que se hace notar, le interrumpe.





“Lo he oído siempre pero no todo el mundo sabe quién es Sanduqa”, agrega Zinab, que lleva toda su vida en este vecindario.

“El abuelo de la familia era un hombre muy corpulento que llevó al cementerio uno de los cañones del ejército turco que estaba en la Puerta de Jafa (uno de los accesos a la ciudad amurallada), y al principio empezaron a detonarlo colocando ropa en el tubo del cañón con un poquito de pólvora”, recuerda Taha Nasereldin, un amigo de la familia.

Explica que la pólvora la pagaban con parte del dinero recaudado anualmente para la Zaqat, o limosna que los musulmanes dan a los pobres y que constituye uno de los cinco pilares del Islam.

Sanduqa murió antes de la ocupación israelí en 1967, cuando Jerusalén Este quedó bajo control militar y, desde entonces, sus herederos “tuvieron que solicitar un permiso para detonarlo”, rememora Nasereldin.

Añade que los israelíes pusieron una condición para que pudieran continuar con la tradición: ellos mismos les llevarían la pólvora.

“Si te fijas”, susurra como si desvelara un gran secreto, “un coche vendrá y se la entregará, esperarán hasta que Sanduqa dispare y luego se irán”, y así fue.

Apostado en la puerta del cementerio, un todoterreno negro con tres hombres en su interior intercambian unas palabras con otro alto y delgado, Rajai Sanduqa, el nieto heredero y el encargado actual de dar el cañonazo.

Según explica, son las fuerzas de seguridad israelíes quienes llevan el control de la pólvora entregada y quienes cada día se acercan hasta este barrio para dársela, aunque un portavoz policial no dio a Efe más detalles sobre esta transferencia.

Sus ojos, arrugados por el paso del tiempo y tras unas gafas, albergan más historias de las que hoy cuenta, como que es actor desde hace 40 años y que ha trabajado mucho con el Teatro Nacional Palestino, pero eso son detalles aparte.

Sanduqa lleva sobre sus hombros la responsabilidad de detonar el cañón desde hace 30 años, aunque su familia ya suma 120.

“Hasta la primera Intifada (1987) usábamos pólvora de las factorías, pero pararon de funcionar”, confiesa Rajai. Insiste en que a él no le importa lo que le traigan: “Yo solo quiero mantener este honor”, agrega sonriente.

Durante el Ramadán, el cañón suena dos veces, una al amanecer y otra al anochecer, pero el primer y último día del mes santo son siete disparos. Para hacerlo a la hora precisa, Rajai cuenta que ajusta todos los días su reloj con el de la Mezquita de Al Aqsa, el tercer lugar más sagrado para los musulmanes.

Esta tradición tiene más implicaciones que las religiosas: “Desde hace 30 años no puedo romper el ayuno con mi familia, me lleva media hora llegar a casa y, cuando ellos han terminado de comer, yo empiezo”, lamenta.

“Hago algo por mi país, por mi ciudad”, resuelve Rajai, que una vez ha resonado el “boom” en las callejuelas de Jerusalén, baja la rampa hasta la calle y se despide de los israelíes, que mañana volverán para entregarle la pólvora de la que depende esta tradición centenaria. EFE