Juan Carlos Sosa Azpúrua: El escritor en el marco de la civilización del espectáculo

Juan Carlos Sosa Azpúrua: El escritor en el marco de la civilización del espectáculo

Foto Juan C. Sosa Azpúrua/ @jcsosazpurua( Redinternacionaldelcolectivo.blogspot
Foto Juan C. Sosa Azpúrua/ @jcsosazpurua( Redinternacionaldelcolectivo.blogspot

 

El escritor es una figura peculiar. Escribir significa volverse sobre uno mismo y vivir la soledad, sintiendo su respiración… y sus dientes.  

 





Pocas actividades humanas consumen tanto la esencia de lo vital. Concebir ideas y plasmarlas en el papel constituye un reto. Cada letra contiene un núcleo de energía, capaz de darle forma a palabras, oraciones y frases con potencial de lograr la inmortalidad. La fuerza del verbo escrito no debe subestimarse. Su pulso es capaz de doblegar voluntades y provocar rendiciones.

La palabra tiene la capacidad de transmutarse, volverse Dios. Con su magia invisible, toca vidas y define destinos. Desde tiempos inmemoriales, el Hombre ha necesitado de los cuentos.

Comedia, tragedia, poesía, mitología, religión, leyes, historia, realidad y fantasía, angustias y esperanzas, miedos y misterios, dudas y certezas; han sido los elementos que los pueblos y civilizaciones de cualquier tiempo han sentido en sus entrañas, sufriendo en sus laberintos existenciales, hasta volverlos sujeto y verbo, para compartirlo con sus semejantes.

La guerra y la paz, avatar de la humanidad, serían impensables sin el ritual de la palabra.  Su expresión ha sido variada. El cacique del Amazonas creando metáforas para que su hijo capte los peligros de la existencia. Aborígenes de las Galias dibujando historias en cuevas recónditas, que hoy nos asombran. Y los egipcios, esa incógnita de pueblo, regalándonos sus misterios, escondidos en jeroglíficos para los siglos del mañana. Homero nos cantó gestas, y así conocimos a Aquiles y a Patroclo, a Odiseo y su viaje a los infiernos. Moisés educó a su pueblo con letras de piedra.  La Iglesia y su poder omnímodo, registró en pergaminos y libros sagrados una singular cosmovisión, que con secretos avivan la imaginación y aplacan las consciencias. Vasallos empaparon sus lenguas con sonidos embrujados y así hechizaron a las damas de sus señores. Los chinos experimentaron con la reproducción del original, para que Gutenberg se inspirara y lograra el milagro de expandir la cultura como vientos libres y generosos.  

La palabra es poder. Es un arma de doble filo. Se clava el puñal en la mente del lector, pero primero sangra el mundo silente del escribidor. Tomar la pluma, teclear el laptop, dictar al megáfono, revisar, editar y publicar, son la aventura que emprenden los locos, seres que sienten tormentas en sus vísceras, y aplacan su embate con la calma que les brinda el acto de escribir.  

Semejante potencial transformador de universos, no debe tomarse a la ligera. Escribir no debería ser un acto trivial, porque entonces se prostituye la búsqueda y todo se vuelve arena.

Dice Mario Vargas Llosa, en La civilización del espectáculo, que, para sobrevivir, la literatura se ha tornado light – noción que es un error traducir por ligera, pues, en verdad, quiere decir irresponsable y, a menudo, idiota.

Afirma el escritor peruano:

La literatura debe hundirse hasta el cuello  en la vida de la calle, en la experiencia común, en la historia haciéndose como lo hizo en sus mejores momentos, porque de este modo, sin arrogancia, sin pretender la omnisciencia, asumiendo el riesgo del error, el escritor puede prestar un servicio a sus contemporáneos y salvar a su oficio de la delicuescencia en que a ratos parece estar cayendo… todas las buenas películas que he visto en mi vida, y que me divirtieron tanto, no me ayudaron ni remotamente a entender el laberinto de la psicología humana como las novelas de Dostoievski, o los mecanismos de la vida social como La guerra y la paz de Tolstói, o los abismos de la miseria y las cimas de la grandeza que pueden coexistir en el ser humano como me lo enseñaron las sagas literarias de un Thomas Mann, un Faulkner, un Kafka, un Joyce o un Proust. Las ficciones de las pantallas son intensas por su inmediatez y efímeras por sus resultados; nos apresan y nos excarcelan casi de inmediato; de las literarias, somos prisioneros de por vida. Decir que los libros de aquellos autores entretienen, seria injuriarlos, porque, aunque es imposible no leerlos en estado de trance, lo importante de las buenas lecturas es siempre posterior a la lectura, un efecto que deflagra en la memoria y en el tiempo.

 

Vargas Llosa contempla la figura del escritor como la de un sujeto comprometido con su entorno, que no debe aislarse de los grandes problemas de su tiempo:

(…) porque nada aguza mejor nuestro olfato ni nos hace tan sensibles para detectar las raíces de la crueldad, la maldad y la violencia que puede desencadenar el ser humano, como la buena literatura. (…) me parece posible afirmar que, si la literatura no sigue asumiendo esta función en el presente como lo hizo en el pasado – renunciando a ser light, volviendo a comprometerse, tratando de abrir los ojos a la gente, a través de la palabra y la fantasía, sobre la realidad que nos rodea-, será más difícil contener la erupción de guerras, matanzas, genocidios, enfrentamientos étnicos, luchas religiosas, desplazamientos de refugiados y acciones terroristas que se ha declarado y amenaza con proliferar, haciendo trizas las ilusiones de un mundo pacífico, conviviendo en democracia, que la caída del muro de Berlín hizo concebir (…) la literatura no solo servía para entretener, también para preocupar; alarmar e inducir a actuar por una buena causa.

No cabe dudas, que la Literatura, entendida en todos sus géneros posibles, incluyendo el ensayo y las notas periodísticas, tiene una dimensión cuasi infinita, en la que caben todas las inclinaciones y orientaciones que desee imprimir el autor.  

Vargas Llosa acierta en asomar los peligros de la civilización del espectáculo en el oficio de escribir. La tendencia moderna estimula el cliché, y promueve una masificación cultural afectada por la ansiosa necesidad de generar ganancias materiales: Vender más, el valor de una obra signado por el dólar y las invitaciones a cenas de etiqueta.

En su intento de complacencia, la cultura ha descendido, procurando satisfacer los gustos menos exigentes.  Los embaucadores pululan en este universo materialista. Estafadores que se autoproclaman artistas, defecan en los museos y se comen su propio excremento, provocando los aplausos de un público esnob, cuya pretensión de cultura empieza y termina con el catálogo que les brinda un asesor turístico.

La superestructura de lo cool – ese marco de sugestión subliminal motorizado por unos pocos –  hace que aparezcan genuinos esperpentos, transformados en genios gracias a los medios de comunicación.

Endiosan a personajes hechos de silicona, haciendo que sus boberías hipnoticen a un público sediento de chismes. El reality show, el cambio de sexo del campeón olímpico, el concurso de flatulencias y el folletín pornográfico con ínfulas eróticas invaden los hogares e hipnotizan al público, provocando cambios sinápticos que se hacen repelentes de los grandes pensamientos.

Este influjo mediático, intensificado por la rapidez y globalidad que permiten Twitter, Facebook, Instagram y demás redes sociales contemporáneas, penetra todas las capas de la cultura, y nada se salva.

Obviamente, la Literatura también es una víctima de esta realidad.  

Para Vargas Llosa, la civilización del espectáculo es definida como:

La de un mundo donde el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal. Este ideal de vida es perfectamente legítimo, sin duda. (…) Pero convertir esa natural propensión a pasarlo bien en un valor supremo tiene consecuencias inesperadas: la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo de la información, que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía y el escándalo.  

Evidentemente, no se puede ser maniqueísta en esta aproximación a los tiempos que vivimos.  Soy de la idea que el escritor tiene una responsabilidad con el mundo que le rodea, y con sus lectores. Entender las letras como un simple entretenimiento, le vacía de su esencia, del significado trascendental que está implícito en una comunicación tan íntima como la que se da entre un lector y el texto que tiene frente a sus ojos.  

Pero sería muy corto de luces si limito el acto de escribir a una suerte de meta épica. La vida está repleta de complejidades. Desde que nacemos, confrontamos el reto de vivir, que no es otra cosa que la guerra que sostenemos entre nuestros deseos y los obstáculos que se aparecen para frustrarlos.  No es fácil comprendernos a nosotros mismos y lograr el equilibrio perfecto entre lo que somos y lo que aspiramos ser.

Aunque el escritor puede proveer armas útiles para el combate, lo cierto es que todo guerrero también necesita de distracciones, momentos de evasión y levedad que aligeren las cargas, que nos desconecten un poco de las complejidades de la existencia.

Aunque la civilización del espectáculo representa un riesgo, al final todo en la vida lo es. Lo crucial es buscar un término medio, aprender a detectar las señales que indican hasta qué nivel de levedad se puede llegar sin comprometer la esencia de la cultura, de aquello que nos enriquece el espíritu y nos eleva en el plano de la existencia.

El escritor tendrá la opción de asimilar esta dicotomía y asumir su oficio como la oportunidad de aportar algo de sí mismo al acervo cultural de la humanidad. No siempre estará dispuesto. Quizás no le interese, o sencillamente carezca del talento para comprenderlo, menos para aplicarlo en sus escritos.  

Lo importante es que para el lector exista un amplio espectro de opciones literarias y que esté consciente de la existencia de una superestructura mediática, hegemónica, dispuesta a todo para controlar sus pensamientos, imprimiéndole gustos y hasta deseos.

Ya lo advirtió Raymond Williams en Marxismo y Literatura cuando expuso la necesidad de percatarnos del control que ejercen sobre nosotros la superestructura hegemónica, que pretende regular la cultura de masas.  Por su parte, Walter Benjamin afirmó que en la era de la reproductibilidad técnica, la obra de arte pierde su aura y se transforma en instrumento de manipulación.

La civilización del espectáculo no dejará de existir. Llegó para quedarse. Esto no es necesariamente una mala noticia.  En toda época la frivolidad ha sido la contracara de lo complejo, la mediocridad la sombra del talento.  Mozart tuvo su Salieri.

Es baladí lamentarnos del tiempo que vivimos, pensando que todo tiempo pasado fue mejor. Nada más alejado de la verdad. En este mundo tecnológico, donde las ofertas de entretenimiento son cuasi infinitas, tocará a los artistas genuinos hacerse un espacio en la jungla de peligros que crece desde lo frívolo.  A fuerza de tesón y genio, el creador deberá apelar a los gustos de la gente y conmoverlos, cincelando la cultura.

Ante las dificultades, habrá escritores que se resignen, adaptándose como monitos circenses a las tendencias marcadas por la superestructura hegemónica de una seudo cultura masificada. Estos escritores serán efímeros y cumplirán su rol como fuente de diversión a la moda.  Esa una elección y cada quien es libre de vivir la vida que le plazca.

Habrá otros que no escucharán los cantos de sirena que emiten las tendencias.  Abrazarán el concepto de Vargas Llosa de escritor comprometido.  A estos escritores les tocará portar las antorchas que iluminan los caminos de la humanidad. Y quizás la inmortalidad será el premio que obtengan por su esfuerzo.

@jcsosazpurua