Juan Guerrero: El lavaplatos

Juan Guerrero: El lavaplatos

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Era casi el final de la mañana. La premura por completar para comprar los alimentos más indispensables del día, lo habíamos logrado. Pero hacía días, casi una semana, que no dábamos para poder completar el dinero y comprar un lavaplatos decente. De esos que aparecen por los anuncios de televisión.

En los últimos meses solo podíamos comprar los de tapa amarilla. Esos chinos de segunda o tercera categoría, que por más que pasas y repasas los platos y cubiertos, quedan todos aceitosos.





Mientras íbamos en el carro conversando a mi esposa se le ocurrió la genial idea de revisar por el celular para ver si ya nos habían depositado la quincena. A ella nada, pero a mí sí. –Poco más de 500 mil, mi amor. –O sea, que ya podemos comprar el lavaplatos. – ¡Sí! Fue su alegre y muy risueña respuesta. – ¡Por fin podemos completar para comprar nuestro lavaplatos!

Pero la alegría no nos duró más de un minuto. –Te das cuenta en lo que hemos caído. Fue mi respuesta. Hubo un silencio como esos que dicen las beatas cuando en alguna conversación se hace una pausa y alguien salta y comenta: -Acaba de pasar un ángel.
Pero acá no pasó ningún ángel. Fue la maltrecha consciencia que nos ubicó en el aquí y el ahora. La felicidad que experimentamos por un instante fue por saber que podíamos completar nuestra quincena y comprar un “piaso ‘e lavaplatos”. Nos fuimos “a que los chinos” de Las Amapolas. Entramos. Caminamos por los anaqueles repletos de casi nada. Entonces la consciencia volvió a hacer de las suyas. –Hace falta comprar huevos. –También un poco de queso blanco. –Leche y acaso pan.

Total. Nos acercamos al anaquel de exquisiteces donde estaban los lavaplatos de marca. Todos pasaban de 300 mil bolívares. Media vuelta. Directo al último anaquel donde están los tapa amarilla. Allí nos autoconvencimos que esos productos de marcas raras y que nadie sabe dónde los envasan, “algo hacen”. –Mira –mirando a mi esposa de reojo- este parece bueno. –Tiene un poco más de “cuerpo” y hasta es más grueso el líquido. -¡Ah¡ Y huele un poquito.

Nos convencimos (-autoengañamos) de sus virtudes y nos fuimos a cancelar. Entonces la cuenta fue superior a lo que recibí por quincena, siendo profesor jubilado de una universidad venezolana. Total, mi esposa, con título de doctora y ya casi jubilada, como toda buena administradora, juntó los “tres cuartillos” faltantes, y pudimos salir con nuestro lavaplatos.

Por el camino a casa nos detuvimos a comprarle queso al señor que desde hace años nos vende. Solo un pedacito de queso nos costó poco más de un cuarto de millón de bolívares. –Me lo puede cancelar por transferencia. Y nos fuimos directo a refugiarnos a nuestra casa.

El país donde vivo saca sus llagas por donde sea. Unas veces de manera absurda. Otras con sonrisas de payaso enfermo. El país donde vivo es una presencia pegada en la espalda como una sanguijuela. ¡Pesa tanto!

Uno lo carga sabiendo que su peso doblega y duele. –Pero hay que seguir adelante. –Tenemos que reinventarnos. Lo afirman los más ilusos, y quizá tengan razón. Y veo. Observo. Dejo que mi vista y oídos, y hasta mi piel se impregnen de centenares de imágenes, voces, olores y sabores. Entonces en cada semáforo. Cada vez que veo una bolsa plástica negra, me asalta un movimiento que muchas veces confundo con perros y gatos. Son seres humanos hurgando entre bolsas negras. Niños harapientos saltando desde basureros metálicos, a media noche.

Volteo. Del otro lado, ancianos en largas filas. Sentados al borde de las aceras, esperando para el día siguiente poder cobrar en el banco una mísera pensión. Basura y más basura por calles, avenidas, plazas y plazoletas. Edificios públicos y privados derruidos, con escasa iluminación. Todo huele mal.

Por cualquier esquina me asalta este país. Esta presencia diaria, permanente, lacerante. Como yo, también otros, miles, millones de ciudadanos cargamos este país a cuestas. Ya no da para más. Este es un país miserable. Aunque sé que saldremos de esto. Quienes hemos experimentado esta humillación, esta vejación y esta agresión contra nuestra condición humana, jamás podremos volver a ser hombres y mujeres normales.

La tristeza. El llanto contenido. La sensación de años de abandono, han creado una llaga muy profunda. Ya es imposible seguir adelante olvidando este horror. Este daño al alma nacional.

Creo que detrás de los organismos internacionales de socorro, que están preparados desde hace meses con su ayuda humanitaria y que este despótico y depravado régimen niega entrada, necesariamente tendrán que disponer de un grupo inmenso de psicólogos, psiquiatras, asistentes en psicopedagogía y demás especialistas en sociología y antropología social, para atender a una población absolutamente desquiciada. Paranoica e incrédula.

La actual población venezolana no cree en nadie ni en nada. Andamos por las calles solo buscando comida, medicinas, asistencia sanitaria, rogando encontrar alguien que pueda “vendernos” dinero para tener efectivo. Este es el país del contrasentido. De las absolutas ambigüedades. Panaderías donde no hay pan, pero venden detergente. Farmacias donde no hay medicinas, pero encuentras refrigerante para vehículos. Carnicerías sin carne, pero te venden lavaplatos.

Desde hace muchos años afirmé que deseaba estar vivo para ver el final de esta novela de mala muerte. Hoy reafirmo este deseo. Pero sé que estaré marcado por siempre. Aunque pronto salga por las calles a celebrar la caída de este régimen, portaré sobre mi espalda la tragedia de un país que le arrebataron lo más sagrado: la inocencia ancestral de su sociedad.

(*) [email protected] TW @camilodeasis IG @camilodeasis1