Gustavo Coronel: Thomas Mann y Erich kahler, una amistad excepcional

Gustavo Coronel: Thomas Mann y Erich kahler, una amistad excepcional

Gustavo Coronel

Por los últimos 70 años o más he mantenido en mi mesita de noche dos libros de cabecera que me han servido para navegar por mi vida, una navegación casi siempre feliz y llena de maravillas. Uno de estos libros es una novela publicada en alemán, en 1924: “La Montaña Mágica”, de Thomas Mann y el otro es la “Historia Universal del Hombre”, de Erich Kahler, originalmente publicado en inglés, en 1943, con el título de “Man the Measure”.

No siempre han sido los mismos ejemplares, porque los he ido regalando a los amigos a quienes pensé les podían interesar. En este momento tengo dos ediciones, una en español (no muy buena) y en inglés (muy buena) de la novela de Mann y un ejemplar del libro de Kahler, en su versión original en inglés, ya que la bellísima edición en español del Fondo de Cultura Económica está agotada y las copias usadas en el mercado valen bastante dinero.

La novela de Mann me agarró adolescente y ya nunca más me soltó. Desde el párrafo inicial, puramente descriptivo, me produjo una profunda impresión, similar a aquello de “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre…. Etc. “. Mann nos dice: “Un modesto joven se dirigía, en pleno verano, desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos Platz, en el cantón de los Grisones. Iba a hacer allí una visita de tres semanas”. Y con esa sencilla frase inicial me abrió las puertas a la historia de ese modesto joven, con quien me identifiqué de inmediato. Y, a continuación, Mann comienza a hablar del tiempo y del espacio de una manera cautivante para un adolescente ansioso de explorar esos sofisticados conceptos. Sobre el espacio dice algo que me atrajo al instante: “El espacio determina transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo” y da sus razones. Esa primera lectura coincidió con el viaje que emprendí desde el pequeño pueblo de Los Teques a Nueva York, primera etapa de mi viaje de estudios que continuaría, después de algunas semanas en Nueva York, a Tulsa, Oklahoma. En menos de 24 horas pasé del ambiente apacible de Los Teques, habitado por arrieros y beatas, con su aire oloroso a pinos, a una ciudad de inmensa dimensión, con un aire de extraños olores de combustibles y de castañas al fuego. Ese brusco salto en el espacio me causó transformaciones interiores, como decía Mann en su novela, que me reforzó en mi ilusoria adopción de la personalidad de Hans Castorp. Pero, ni tan ilusoria fue, puesto que muchos años después he llegado a la convicción que, como Castorp – o más aún que el modesto joven de Hamburgo, quien aparentemente murió durante la primera guerra mundial – he sido un “niño mimado por la vida”.





Por su parte, “La Historia Universal del Hombre” de Erich Kahler, representa, como él mismo lo dice, una nueva manera de escribir la historia, no ya desde el punto de vista de la raza humana sino desde el punto de vista del hombre y de su progresiva evolución de homínido, – viviendo en un presente eterno – a homo sapiens.  Para Kahler, todos los hombres (y mujeres, por supuesto) pertenecen a la raza humana pero no todos poseen humanidad. Kahler escribió su libro durante la Segunda guerra Mundial, etapa en la cual muchos intelectuales europeos, particularmente germánicos, como Kahler (nacido en Praga) y Mann (nacido en Lubbeck), llegaron a pensar en el nazismo como fenómeno representativo de la involución del ser humano hacia condiciones de barbarie que se creían superadas. Para Kahler la cualidad esencial del hombre, la que justificaría su existencia, es su capacidad de trascender, de ir, como decía Pascal, más allá de sí mismo. El libro de Kahler es como una escalera cuyos peldaños describen al hombre primitivo, su paso de la superstición a la religión, de las tribus, el feudalismo, el renacimiento, las sociedades modernas, hasta llegar a las dudas sobre el destino de la raza humana generadas por los conflictos bélicos mundiales, los cuales nos conducen a la encrucijada, la horqueta en el camino, que lleva a nuestra definitiva realización o a nuestro fracaso y desaparición. Esta es una respuesta que está todavía en suspenso, con sustanciales argumentos a favor y en contra.

Lo que yo no sabía hasta hace pocas semanas, cuando leí por primera vez los Diarios de Thomas Mann, 1919 – 1933, es que estos dos escritores favoritos míos fueron grandes amigos. Su constante correspondencia desde 1933 hasta la fecha de la muerte de Mann, en 1955, ha sido parcialmente recogida en un volumen titulado: “An Exceptional Friendship, the correspondence of Thomas Mann and Erich Kahler”, en edición de Cornell University Press, 1975. Ambos escritores se conocieron en Munich, vivieron cerca el uno del otro cuando estaban exiliados en Zurich en la década de 1930 y, luego, cuando estuvieron ambos en Princeton, en 1938-1939, dando clases, años en los cuales un brillante grupo de intelectuales europeos se había radicado en esa universidad, incluyendo a Albert Einstein, Mann,  Kahler y algunos otros.  En esta correspondencia los dos escritores hablan de la guerra, de sus respectivos trabajos literarios y académicos, e intercambian impresiones sobre la vida en USA. Aunque ambos vienen de una clase relativamente alta, conservadora y elitista, Kahler es más mantuano. Su apellido, hasta que llegó a USA, era Von Kahler. Mann se revela como más sencillo y de mayor sentido del humor. Ello se refleja en las vidas familiares de ambos, la de Mann muy abierta, con una esposa maravillosa y seis hijos que llevaron vidas agitadas y poco ortodoxas, la de Kahler casi monástica, con su esposa frecuentemente en mala salud y su madre viviendo con ellos, sin hijos. Ambos se burlan, más lo hace Kahler, de la poca sofisticación de los estadounidenses, aunque admiran la sociedad y su democracia. Ambos sintieron mucho afecto por el presidente Roosevelt y Mann tuvo el placer de almorzar con él. Mann se molesta, en una de sus cartas a Kahler, por la interpretación tan “solemne y profunda” que los lectores estadounidenses le dan a “la Montaña Mágica”, la cual – según él – es una novela “humorística”, llena de ironía. Creo difícil pensar que Mann nos habla en serio. Aunque si veo un fino sentido del humor desplegado en la novela hay muy poco de liviano en los diálogos entre Settembrini y Naphta.

En todo caso, los dos grandes amigos hoy siguen juntos, esta vez en mi mesita de noche y tengo el placer de conversar con ellos con suma frecuencia.